
La brutal experiencia del país africano nos debe hacer reflexionar sobre los peligros de los discursos de odio y venganza, tan habituales hoy en la política colombiana
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
El 6 de abril de 1994, los presidentes de Ruanda, Juvénal Habyarimana y del vecino Burundi, Cyprien Ntaryamira, fueron asesinados por un misil que impactó el avión en que viajaban, dando así inicio a uno de los más espeluznantes episodios de crueldad y muerte del siglo XX.
A partir de aquel día y por más de tres meses, se desató uno de los más macabros genocidios de la historia reciente en el que fueron asesinadas alrededor de 800 mil personas, la mayoría a punta de machete. Casi todos los muertos eran personas del común y, lo más sobrecogedor, casi todos los asesinos eran también personas del común.
¿Cómo pudo suceder semejante horror ante la mirada impasible de la llamada “comunidad internacional” y de las Naciones Unidas? Para comprenderlo, debemos remontarnos a la historia de este pueblo en las entrañas de la olvidada África oriental.
Hutus y tutsis
Desde el siglo XIX, la región estuvo sometida a la colonización europea que, con el propósito de garantizar la dominación del territorio, reforzó la diferenciación social entre las dos etnias que convivían allí, convirtiéndolas en castas: Tutsis y hutus.
Los primeros se consolidaron como la élite y ayudaron en el dominio del país por casi dos siglos, a los alemanes primero y a los belgas después. Los segundos, mayoritarios en un 80%, fueron sometidos a reglas de subordinación social y dependencia que en ocasiones incluían el trabajo de servidumbre en favor de los tutsis.
La independencia del país en 1961 llevó a que se aboliera la monarquía y se estableciera una República donde legalmente existía igualdad entre las castas, pero el poder lo ostentaba la mayoría hutu. Vale decir que durante 30 años, la relación entre los dos pueblos, si bien no estuvo exenta de conflictos, fue en general pacífica.
El conflicto
El primer presidente del país, el hutu Grégoire Kayibanda, impulsó reformas sociales y mantuvo un ambiente de convivencia entre los ruandeses, hasta 1973 cuando fue derrocado a causa de su aparente debilidad para reprimir a los tutsis. Su sucesor, el general hutu Habyarimana, si bien encabezó una dictadura, resultó ser un gobernante pragmático y moderado que embarcó al país en un proceso de reconciliación y desarrollo económico.
En 1987, hijos de exiliados tutsis que habían huido de Ruanda después de la Independencia, fundaron el Frente Patriótico Ruandés, FPR, con el propósito de tomar el poder en su país. En 1989, la ruptura del Pacto Internacional del Café que protegía la economía de países como Ruanda o Colombia garantizándoles cuotas de exportación, llevó al país a una crisis económica. En un año, Ruanda perdió el 40% de sus ingresos por exportaciones lo que contribuyó a que se desataran nuevos hechos de violencia.
En 1990, el FPR ingresó a Ruanda desde su vecina Uganda y después de tres años de conflicto armado, se firmó un acuerdo de paz que estableció un nuevo gobierno de transición conformado por hutus y tutsis para lograr la desactivación total de la confrontación y la garantía para la convivencia entre los dos pueblos. Dicho acuerdo también estipulaba la retirada de los asesores militares franceses y la entrada de las fuerzas de paz de las Naciones Unidas, los cascos azules.
El genocidio
En este contexto es que se presenta el asesinato de los dos presidentes. En un principio se culpó al FPR del ataque, pero hoy se sabe que en él participaron radicales hutus que, con la complacencia de franceses, alemanes y belgas, pretendían reactivar la confrontación. Y lo lograron.
La explosión de muerte y venganza que se desató desde el 7 de abril no fue algo espontáneo ni casual. No fue un “error de la historia”, ni una fatal locura colectiva. Fue un genocidio planeado, calculado, financiado y estimulado por sectores radicales hutus que, enquistados en el gobierno, el sector privado y los medios de comunicación, organizaron meticulosamente y llevaron a cabo un plan masivo para exterminar a los tutsis.
Se sabe, por ejemplo, que desde principios del año, ministros del gabinete discutían sobre la necesidad de acabar con los tutsis. El gobierno gastó millones de dólares (se calcula que más de 140) en financiar el genocidio y organizó la milicia paramilitar hutu Interahamwe, responsable de muchos de los asesinatos. Buena parte de ese dinero salió de los fondos de ayuda que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional habían aportado para financiar los planes de “ajuste estructural” que, como se sabe, es el eufemismo para denominar las reformas neoliberales. El país importó casi 5 millones de dólares en machetes, cuchillos, hachas y martillos que fueron distribuidos entre la población hutu. Para el momento del genocidio, uno de cada cinco varones hutus poseía un machete nuevo.
La radio
Los medios de comunicación –en especial las emisoras de radio– jugaron un papel crucial en el genocidio. Muchas estaciones dedicadas a la música pop y rock se convirtieron en verdaderas tribunas del odio, donde los antes animadores juveniles ahora llamaban al pueblo hutu a exterminar a sus vecinos tutsis, quienes ahora dejaban de ser seres humanos para convertirse en “cucarachas”.
Incluso, el famoso cantante Simon Bikindi fue condenado a 15 años de cárcel por la Corte Penal Internacional por pronunciar discursos que alentaban la matanza contra los tutsis. Esta manipulación de la opinión y exacerbación del odio desde los medios convirtió a los que antes eran amigos, socios o incluso, se habían emparentado a través de matrimonios entre las etnias, en enemigos a muerte. La violencia fue desbordada.
No solo los hutus del común empuñaban machetes para vengarse de sus vecinos tutsis, las milicias Interahamwe recluían a miles de tutsis en iglesias con el pretexto de protegerlos para luego proceder a masacrarlos y el FPR hacía lo propio –aunque en menor proporción– contra los hutus. La masacre terminó el 15 de julio con entrada a la capital, Kigali, del FPR que desde entonces ostenta el poder en el país. Es importante decir que las potencias occidentales, en especial Bélgica, Francia, Alemania y Estados Unidos prefirieron mirar para otro lado permitiendo que se ejecutara el genocidio. Sus responsables políticos deberían ser juzgados también por la Corte Penal Internacional.
Enseñanzas
Los 25 años del genocidio en Ruanda nos deben advertir, hoy en Colombia, de los peligros del fomento del odio y la venganza. Por ello son profundamente irresponsables prácticas como jugar con la palabra masacre para desviar la opinión sobre graves acusaciones de delitos, estigmatizar la protesta social tachándola de terrorista, promover grupos de choque como los que se vieron la semana pasada en Popayán –financiados por un concejal del Centro Democrático y que atacaron las sedes de las organizaciones indígenas–, o señalar de cómplices del terrorismo a periodistas y políticos de oposición.
Daniel Feierstein, experto mundial en teoría del genocidio, dice que estos no son casuales, como lo sostiene el enfoque convencional de las ciencias sociales, sino cuidadosamente planeados y ejecutados. La primera fase de todo genocidio es forjar un favorable ambiente de opinión. Lo que está haciendo la ultraderecha en Colombia se parece demasiado a lo sucedido en Ruanda hace 25 años.
Por eso las fuerzas democráticas deben estar alerta para contrarrestar el discurso uribista del odio que, a falta de un proyecto coherente de país, se ha convertido en su única herramienta política. Sin el odio, la ultraderecha colombiana se quedará sin razón de existir.