Si bien el proceso de paz en Colombia no deja de envolver con un halo de esperanza nuestro futuro, no es menos cierto que, a la vez, se viven momentos aciagos en el país. Pululan la avaricia y la violencia de la clase dominante. ¿Cómo explicar la represión a la protesta? ¿Qué motivos hay detrás de los desalojos y el incendio de hogares? ¿La entrega non sancta de contratos y licencias para la explotación desenfrenada de los recursos naturales y/o para lucrativos negocios es tan sólo un malestar accidental? Abordaremos estos asuntos desde un punto de vista que, si bien no es el único posible, puede ser idóneo para brindarnos ciertas señales: el desarrollismo, paradigma de la época moderna.
El desarrollismo en Fausto de J. W. Goethe
El bueno de Engels afirmó en una oportunidad que, en cierto sentido, aprendió “más sobre la sociedad burguesa y el capitalismo leyendo las novelas de Balzac, que con el conjunto de los historiadores, economistas e investigadores de su época”; casi en los mismos términos Marx se refirió Charles Dickens, Charlotte Brontë y Elizabeth Gaskell. De igual manera leeremos nuestro presente a través del lente literario de Fausto, de Goethe.
Este proyecto trágico de Goethe, escrito a lo largo de más de sesenta años (1770-1832), consta de dos partes que, si bien tienen continuidades, versan sobre situaciones y focos de acción algo diferentes. Sin embargo, para este artículo, sólo atenderemos la segunda parte.
Un envejecido Fausto se aventura en una nueva empresa: “el dominio, el señorío” del mundo. Fausto, contemplando junto a Mefistófeles la tierra y el mar, se disgusta ante su falta de potestad sobre la naturaleza. Él quiere desplazar el límite donde las olas del mar se quiebran espumeándose, ensanchando el mundo del hombre con puertos y canales, con mercados y viviendas, con la industria moderna y el trabajo asalariado. Fausto abandona las fantasías para adoptar la concreta actividad productiva, sin importar los alcances éticos, personales o humanos. “La acción es todo, la gloria es nada” dice con arrojo.
Hasta aquí Goethe nos grafica con su aventajada pluma las premisas básicas del capitalismo. Para György Lukács –en Goethe y su tiempo– “el nuevo motivo de Fausto es un desarrollo ilimitado y grandioso de las fuerzas productivas”. Fausto deviene frenético desarrollista.
Sin embargo, Fausto encuentra un obstáculo. Una cabaña con jardín de una pareja de ancianos, Filemón y Baucis. Si bien Fausto se siente parcialmente satisfecho, pues su programa “reúne por todos los medios posibles a masas de obreros que trabajan a su servicio”, no puede dejar de lado la ambición por el espacio que ocupan los dos ancianos, los “árboles de ese jardín [le] desbaratan la posesión del mundo”. Acude a Mefistófeles para que los desaloje. Éste incendia la choza con los ancianos dentro, asesinándolos con el fuego abrasador. La tragedia se consuma, el desarrollismo se afirma sobre cenizas y cadáveres. Pero el crimen de Fausto y Mefistófeles resulta minúsculo si se compara con el reciente desalojo que la alcaldía de Bogotá y el Esmad realizaron en el barrio Bilbao de Suba.
Vemos, pues, el diagnóstico poético de Goethe acerca del desarrollismo capitalista, desvelando su trasfondo contradictorio y trágico, expoliador e inhumano. Gracias a Enrique Peñalosa, Germán Vargas Lleras, Odebrecht, o AngloGold Ashanti, el trágico relato no envejece.
La ‘civilización superior’ según Marx
Para la ideología dominante, el capitalismo es sinónimo de civilización superior, así la creación de poderosos espacios físicos y sociales modernos justifica cualquier sacrificio. No obstante, Marx propone otra lectura sobre las sociedades humanas y los criterios para ser consideradas superiores o no respecto de otras.
En los Grundrisse, Marx perfila una importante crítica a la concepción del capitalismo como sociedad superior a sus predecesoras. Analiza, entre otros temas, los procesos socio-históricos que le anteceden. Y en un pasaje esclarecedor señala que las sociedades precapitalistas son superiores a la moderna sociedad burguesa desde el punto de vista de la producción y la satisfacción universal de las necesidades.
Según Marx, el acto fundamental de génesis del capitalismo es la separación de la unidad existente, hasta entonces, del “trabajo libre con respecto a las condiciones objetivas de su realización, con respecto al medio de trabajo”.
Antes de aquella separación los individuos se comportaban como poseedores del medio productivo en la medida en que no habían sido separados de él, actuaban frente a las condiciones objetivas de la producción (de la vida) como suyas, como la naturaleza inorgánica de su subjetividad –que se realiza al exteriorizarse en el trabajo y en la relación con los demás individuos. Y puesto que el individuo sólo es tal en sociedad, la producción de la vida de los hombres es ante todo y siempre un acto colectivo. Por tanto, la unidad entre el trabajo libre y sus condiciones sociales de existencia implicaba la unidad de la comunidad en función de la producción y reproducción de sí misma y de sus individuos.
Así, el hombre era considerado como el objetivo de la producción (creación de valores de uso), como fin de la comunidad. El mundo moderno invierte esta relación, pues al despojar al trabajador de su medio de afirmación (proceso de acumulación originaria de capital), transformándolo en trabajador asalariado, hace de la producción el objetivo de los hombres, y de la riqueza, en su limitada forma burguesa, el objetivo de la producción.
Por esto afirma Marx que la “concepción y realidad antigua de la producción es excelsa frente a la moderna”. No se trata de una nostalgia romántica. Marx quiere desmitificar la concepción desarrollista criticando su aspecto inhumano y enajenante. La superioridad de una forma de sociedad, desde este enfoque, radica en que la producción y reproducción de la vida de sus individuos, el goce y su felicidad, se ubica como fin y no como simple acontecimiento pasajero y privilegiado. El objetivo superior es el fomento y despliegue de todas las fuerzas y potencialidades humanas, donde cada individuo “está en el movimiento absoluto de su devenir”.
Los ‘Robert Moses’ de hoy
Hubo un tiempo donde el Bronx de Nueva York era cualquier cosa menos el modelo de los malestares urbanos. Desde la década de 1950, sin embargo, carga con este lastre. Robert Moses, representante del desarrollismo urbano, fue la figura visible que fomentó tal declive. Su compulsivo afán por construir lo llevó a atravesar una autopista por el centro del Bronx, destruyendo todo cuanto se le atravesara. Cuando lo cuestionaron por las afecciones sociales que generaba, Moses respondió que se abriría camino “con un hacha de carnicero” pues su propósito era “seguir construyendo”. Los pobres, en tanto simple carne, han de ceder ante el hacha blandida por el desarrollista.
Al igual que Moses, Peñalosa y su cofradía se complacen ante la destrucción del entorno con tal de cumplir sus proyectos. Los casos del metro elevado o el plan de urbanizar la reserva forestal Thomas van der Hammen, son una muestra de ello. Él y compañía son los ‘Robert Moses’ de hoy. ¿Permitiremos replicar, una vez más, la desdicha del Bronx de Nueva York?