La cuestión brasileña o por qué el progresismo no escapa a la gravedad

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Presidente Dilma Rousseff, destituida de forma ilegal.

La llegada de Temer a la presidencia desencadenó nuevas protestas que expandieron las “Jornadas de Junio” más allá de su condensación temporal

Tomas Guzmán Sánchez – Especial para VOZ

En una entrevista concedida a la revista Herramienta, Eduardo Grüner decía, en referencia a Cristina Fernández de Kirchner, que no creer en la lucha de clases es como no creer en la gravedad. Grüner se refería al eslogan kischnerista: “capitalismo nacional”, en donde se hacía eco del postulado “pacto de clases” que permitiría el surgimiento del consenso progresista en varios países de la región. Hoy, en medio del impasse de las izquierdas oficialistas en América del Sur, vemos los efectos que la gravedad tuvo para el proyecto progresista, que en países como Argentina o Brasil, terminó por tocar lo áspero del asfalto.

Si en Argentina la “década ganada” se extravió en los desvíos más radicales del neo- liberalismo macrista, en Brasil, por otra parte, fue un agonizante golpe blando, articulado entre los bastidores del parlamento, lo que terminó por cristalizar la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. Por consiguiente, esto significó la derrota de un programa de gobierno basado en la suposición, claramente reformista, de que todos los beneficios a la clase trabajadora se traducen en beneficios para las patronales. Hoy en día, Brasil, con el ex-vicepresidente de Dilma Rousseff como presidente interino, pasa por un momento de evidente retroceso que deja claro que los intereses de la derecha siempre fueron antagónicos a los intereses de las clases más precarizadas.

Los avances con el PT

Ahora bien, no se trata de buscar una culpa originaria en el PT y sus representantes, como si nos hubiéramos eximido de los errores del proceso del petismo para luego echárselos en cara. Muy por el contrario, es necesario, inclusive hoy, defender los avances que los gobiernos del PT dejaron como legado tanto en el contexto brasileño como para toda América Latina. La idea de consolidarse como una región capaz de negociar en igualdad de condiciones con otras potencias económicas es un ejemplo de políticas que no se deben menospreciar. Así como tampoco los avances en materia de política laboral y redistribución de la renta que, entre otras cosas, permitieron que sectores antes marginados y subalternos pudieran entrar a enunciar nuevos escenarios políticos, incluso más radicales que los escenarios propuestos por el gobierno petista. De lo que sí podemos estar seguros, y quizás esta sea la lección más importante a tener en cuenta —en especial en un país como Colombia en donde poco hemos disfrutado de alguna política progresista más allá de breves y confusos triunfos—, es que no debemos caer nunca en la falsa pretensión de que la política se resuelve, en última instancia, en el poder de Estado.

En Brasil, junio de 2013, mejor conocido como las “Jornadas de Junio” —aunque este mote no haga el más mínimo honor a lo que realmente sucedió—, fue signo de que la política solo existe fuera de los pactos y en la confrontación “salvaje” de los antagonismos instaurados dentro del sistema capitalista. Durante este proceso, que realmente abarca los años de 2012 hasta 2014, se agruparon las insatisfacciones de sectores populares que, insurrectos, salían a las calles a radicalizar el proyecto de izquierda. La exigencia de un sistema de transporte público que no estuviera anclado a las demandas del capital, en un Porto Alegre que no aguantaba más aumentos en el precio del pasaje, se juntó a los reclamos contra la forma en cómo eran llevadas a cabo las obras del Mundial y lo que ella representaba de más retrógrado y capitalista. Fue entonces que São Paulo salió a las calles para “repetir Porto Alegre”, como lo anunciaba una pancarta que circuló en las primeras manifestaciones en esta ciudad.

Las protestas y contradicciones

Pasado el tiempo, y con las protestas diseminadas por gran parte del territorio brasileño, se filtró entre la masa de manifestantes una consigna que acusaba a los gobiernos del PT de corrupción. A partir de ese momento todo fue disputa y confrontación. De un lado, una mayoría de manifestantes que criticaba las vacilaciones del gobierno petista ante el capital, disputaba la hegemonía a un sector reaccionario que, impulsado por una demanda abstracta de lucha contra la corrupción, demonizaba todo aquello que hiciera referencia a la izquierda. De otro lado, estuvo la confrontación con los aparatos represivos del Estado, que en un inicio ambos sectores asumieron y que, gradualmente, con la radicalización de las protestas, se volcó sobre el primer sector. El segundo sector derivó entonces hacia consignas que pedían por un retorno a la dictadura, mientras apoyaban el proceso de destitución de Dilma Rousseff.

Por su lado, el gobierno de Dilma, no sabiendo ya ponderar entre las exigencias de sus propias bases y su fidelidad al “pacto de clases”, prefirió cerrar filas alrededor de lo que Bruno Cava llamó “Partido del Orden”: una coalición entre las fuerzas oficialistas de izquierda y de derecha junto a los medios de comunicación hegemónicos. El objetivo era domesticar las demandas de los manifestantes y cerrarle la puerta a toda nueva forma de participación popular. Para desgracia del gobierno de Dilma, ni la derecha de su coalición, ni mucho menos aquella que le era oposición, y, peor aún, ni los grandes conglomerados periodísticos, estaban interesados en mantener dicho pacto. Así que, aprovechando la coyuntura y a un puñado de manifestantes que vociferaban un flácido “fuera PT”, la derecha destituyó el viejo “pacto de clases” progresista y sobrepuso el “pacto neo-liberal” de la era Temer. La consigna de este último pacto la conocemos bien en Colombia: sentirnos agradecidos por nuestra miseria.

La llegada de Temer a la presidencia desencadenó nuevas protestas que expandieron las “Jornadas de Junio” más allá de su condensación temporal. Estas protestas son la proliferación de nuevos sentidos que informan un horizonte incierto, pero potencialmente insurreccional. Queda claro, entonces, que las perspectivas de poder popular introducidas en el 2013 no podrán ser resueltas, a partir de aquí, en términos electorales. Si acaso, el panorama electoral, extraviado entre tanto reflujo, es una preocupación más; un intento por estancar el avance de las políticas neoliberales condensadas en el programa de gobierno de Michel Temer: “No piense en la crisis, trabaje”. Ahora, independientemente de lo que pase en las elecciones de 2018, hay un malestar persistente que, en última instancia, aparece como innombrable. Los titánicos esfuerzos para extraer de ello nuevos prolongamientos son, quizás, terreno fértil para revueltas populares que den una nueva dinámica a la región.