¿Qué pasó en Miramar, Caquetá?

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Caserío de Miramar, inspección la Unión Peneya, municipio La Montañita, Caquetá. Foto VOZ.

Después que el Gobierno presentara como victoria de la democracia la muerte de 11 supuestos disidentes, la comunidad de Miramar, Caquetá, denuncia que en el operativo cayeron dos dirigentes comunales y sociales

Óscar Sotelo Ortiz
@oscarsopos

Mientras concluía la jornada electoral del 27 de mayo, a las ocho de la noche en la vereda Miramar, inspección de la Unión Peneya, municipio de La Montañita, Caquetá, cuatro hombres armados entran en la casa del líder social Juvenal Silva, de 44 años. Le piden colaboración para un desplazamiento hasta la vereda San Isidro; este se niega argumentando cansancio. Sobre las diez vuelven los hombres armados, la colaboración se convierte en una obligación y bajo la amenaza de las armas, Juvenal y un joven trabajador de la comunidad, Yefferson Monroy de 26 años, se embarcan en una camioneta junto a sus captores.

En la madrugada del 28 de mayo los distintos medios de comunicación, como es natural, desarrollan la acostumbrada cobertura poselecciones. Entrevistas, análisis y opinión se convierten en la parrilla informativa a desarrollar durante la mañana. Una noticia aparentemente secundaria gana un espacio, está vez con el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, como protagonista. “En la vereda Miramar de La Montañita, Caquetá, fueron abatidos 11 integrantes de un Grupo Armado Residual liderado por alias ‘Cadete’” manifestaba el ministro como un parte de victoria en contra de las “disidencias de las FARC”.

La brigada

El martes 12 de junio, una brigada humanitaria viaja a la vereda Miramar desde la ciudad de Florencia con el propósito de verificar la grave situación de derechos humanos en el territorio, agudizados por los acontecimientos del 27 de mayo.

Fuente Google maps.

Para llegar a la vereda en un día de verano se proyectan entre cuatro o cinco horas de camino por una carretera destapada y compleja. Desde el municipio de La Montañita hay una distancia de 60 km hasta el punto, pasando por el caserío San Isidro. Con un invierno prolongado como el que se ha vivido durante los últimos meses, la carretera destapada se convierte en trocha y las proyectadas cinco horas se transforman en ocho horas. Son las precarias carreteras en las regiones cocaleras de Colombia.

La brigada humanitaria logra llegar al territorio cerca de las doce y treinta del medio día. Los están esperando 200 campesinos agrupados en el salón comunal del caserío. Arranca la jornada con la conformación de la mesa directiva, los protocolos son omitidos frente al escaso tiempo, el campesinado quiere hablar para denunciar el caso del 27 de mayo y visibilizar la difícil situación de una región excluida, marginada, olvidada.

El territorio

“La comunidad que vive en este territorio está muy abandonada por el Estado. Nuestro sustento es la coca, todos lo saben” afirma Ludivia Galíndez, presidenta de la junta de acción comunal del caserío. “En Miramar 800 campesinos firmamos un acuerdo con el Gobierno para sustituir, pero hasta el momento el Gobierno ha incumplido todos sus compromisos y ha reactivado su política de criminalización hacia el campesino que trabaja con la coca” recuerda Galíndez, al describir la región como un laboratorio fracasado de la paz firmada entre el Gobierno Santos y las FARC.

Los Acuerdos de La Habana significaron para la región una gran expectativa de cambio. “Cuando escuchamos que se había acordado el fin del conflicto significó una gran esperanza porque no queríamos más guerra. Veíamos el acuerdo como una posibilidad para sustituir los cultivos de uso ilícito, diversificar nuestra producción y vivir por fin en paz” termina Ludivia con claros signos de resignación.

La noche del 27

Juvenal Silva. Foto archivo familiar

El pueblo del caserío está politizado. Vivir en medio del conflicto ha logrado construir modelos organizativos que tienen impacto en las decisiones colectivas de la comunidad. Las juntas de acción comunal, la organización cocalera o las organizaciones de mujeres, generan espacios donde se exigen derechos y se organizan luchas sociales.

Para ejercer el derecho al voto la gente de Miramar tiene que viajar a la inspección de la Unión Peneya. El 27 de mayo, fecha designada para la elección presidencial a nivel nacional, se organizó colectivamente la jornada desde el caserío, se prepararon los carros y la carretera se convirtió en una ida y vuelta de camionetas con campesinos que ejercían su derecho al voto. La población votó mayoritariamente por Petro, único candidato del debate electoral con una política amable para las poblaciones cocaleras.

Detrás de este ejercicio ciudadano estaba el nombre de Juvenal Silva, dirigente comunal y promisorio empresario local. “Toda la comunidad lo vivió, Juvenal estuvo todo el día trabajando para que la gente pudiera votar. Tenía la convicción de que la única forma de cambiar las cosas estaba en poder decidir sobre un Gobierno distinto” comenta Juan Carlos Silva, su hermano y también dirigente comunal de la región.

La jornada electoral terminó para la comunidad a las seis de la tarde. Juvenal Silva, agotado, decide irse a su casa inmediatamente termina el último viaje de regreso desde la Unión. “Llegaron estos grupos armados a las ocho de la noche para solicitarle que lo acompañaran a San Isidro. Él, en dos ocasiones, se negó, se encontraba muy cansado. De diez a diez y media llegó ese señor “Edwin”, entró con tres personas fuertemente armadas; le ordenaron a Juvenal que fuera con ellos”, comenta Juan Carlos justificando el por qué su hermano tomó la decisión que le costó la existencia. “La vida es muy bonita para ponerla en riesgo con cuatro hombres amenazando a tu familia”.

La balacera se escuchó a las once de la noche. Como en los tiempos de la confrontación armada entre Ejército y FARC, los ruidos de las balas volvieron. La comunidad que sabía del desplazamiento de Juvenal y Yefferson Monroy con el grupo armado, supuso un trágico desenlace. Juan Carlos Silva tomó su moto en dirección a los acontecimientos y encontró la camioneta destrozada. El Ejército había emboscado indiscriminadamente el vehículo. Su hermano y el joven trabajador, habían sido asesinados.

“Bajó un señor vestido con prendas militares y se identificó como militar de la Brigada sexta del Ejército quien comandaba la operación junto con el Gaula militar. Me dijo “Me da tristeza si su hermano está ahí pero él está muerto”, comenta Juan Carlos, quien volvió al caserío para informarle a la comunidad.

Al siguiente día, y luego de conocer las declaraciones del ministro de Defensa, la comunidad acompaña el levantamiento con la Fiscalía en el lugar de los sucesos y decide viajar a Florencia para hacer las denuncias. Se encontraron con las desafortunadas declaraciones del general César Parra, comandante de la sexta división del Ejército, quien victorioso se regocija ante la muerte de once “bandidos”.

Las exigencias

Yefferson Monroy. Foto familia.

“Como hermano de Yefferson Monroy puedo decir que él nunca perteneció a ningún grupo armado y que en su vida ni por error había empuñado un arma”, comenta Edward Monroy quien hace presencia en la brigada humanitaria. “Le exigimos al Gobierno y al general Parra, que salió victorioso hacia los medios de comunicación, que tengan la valentía para decir que se equivocaron, que asesinaron a dos personas inocentes y queridas por la comunidad”.

De igual forma Juan Carlos Silva expresa las exigencias de la jornada: “Lo que queremos es que se haga justicia, que se limpie el nombre de Juvenal, de Yefferson y de Miramar. Le exigimos al Gobierno que haga algo por este territorio que vive el verdadero abandono del Estado”.

La jornada concluye con un informe, con cientos de denuncias, con una declaración política, pero principalmente con un caso que por el momento está impune pero que se resiste a ser silenciado y olvidado.

Aspecto de la brigada humanitaria en el salón comunal de Miramar, Caquetá. Foto VOZ.