Gabriel Becerra
@Gabocolombia75
Cuenta Gabo en Cien años de Soledad que “lo más temible de la enfermedad del insomnio que invadió Macondo no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido”.
Pareciera entonces que este diagnóstico se ha escapado de la literatura y el realismo mágico, para encarnarse en múltiples episodios de la caótica y conflictiva realidad nacional en estos tiempos en los que pasamos del “aislamiento preventivo al aislamiento selectivo”; retórica con la cual el gobierno Duque evade sus responsabilidades en el mal manejo de la pandemia, y expulsa al “sálvese quien pueda”, a la inmensa mayoría, especialmente a los más humildes, en la cotidiana realidad de la deforme sociedad capitalista que habitamos.
Por lo del insomnio no es problema, pues por lo menos cuatro de cada 10 compatriotas lo padecemos. Además, según Profamilia, el 75% de los encuestados en un estudio reciente realizado en las 10 ciudades más importantes del país, reconoce haber tenido problemas de salud mental en esta coyuntura.
Millones de colombianos además del insomnio padecen de otros trastornos o enfermedades como el sonambulismo, la ansiedad, el estrés y la depresión. Casi siempre en silencio o la indiferencia de sus entornos familiares o laborales, y sin ningún tipo de atención estatal. Muchos terminan tristemente quitándose la vida.
Difícil que fuera distinto con unas elites tan mezquinas que han controlado durante décadas el poder de un Estado que deja morir de hambre, en pleno siglo XXI en un país tan rico, a miles de niños, al mismo tiempo que permite que los políticos tradicionales que se hacen reelegir mediante el fraude o el clientelismo, se roben por año como si nada, 50 billones de pesos del erario.
Pero nos relata nuestro Nobel de Literatura, el insomnio no es lo más doloroso de la peste del olvido, esto sucede cuando “el enfermo se acostumbra a su estado de vigilia, (y) empieza a borrar de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado”.
Es aquí entonces cuando todos tenemos que preguntarnos si además de huir del contagio del virus del covid-19, utilizar tapabocas, lavarnos las manos, mirarnos y hablarnos de lejos, dejar de abrazarnos, ya no estaremos contagiados de la peor de las pestes, y nos estamos quedando sin memoria.
Pues solo un país sin memoria puede permitir que sus nuevas generaciones, sus hijos e hijas, sus nietos y sus bisnietas no puedan vivir en una sociedad menos violenta, más democrática, igualitaria, tolerante y civilizada a la que tuvieron que vivir sus mayores, y que produjera mal contados desde inicios del siglo XX, por lo menos 10 millones de víctimas.
Tal vez la ciencia y las reservas de solidaridad que hay en la humanidad pronto nos sorprendan con la vacuna contra el coronavirus covid-19, y la fuerza de la gente en las movilizaciones obligue a los gobiernos y los mercaderes de la salud y sus farmacéuticas a aceptar que esta tenga que ser un bien común, pero aun así, queda faltando la más importante de todas las vacunas: aquella que ponga fin por siempre, a la peste del olvido.
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