Juan Guillermo Ramírez
“La desgracia de los hombres viene de una sola cosa; de no saber estarse quietos en su cuarto”, Blaise Pascal.
La idea del comienzo del filme es sombría, fría y por lo tanto hermosa. El tema- que sirve originariamente de base para un relato corto- no puede más que aumentar la impaciencia del espectador por conocer lo que sigue, lo que aún está por verse y por lo tanto se desconoce. En un solo plano, la película se autodefine y se determina. Una mujer abandona su apartamento. En esto no hay, aún, nada extraordinario.
Pero cuando se contempla y se presiente un corredor vacío, se sabe ya que se está viendo una película de Woody Allen e irremediablemente nos unimos a él por espacio de ochenta minutos, oscilando como rama que agita el viento entre lo mejor y lo peor de un amor maduro y sencillo que está al servicio de un corazón abierto a la remembranza del sentimiento y a sus símbolos cotidianos que lo vivifican.

Como en Interiores (1978) y en Septiembre (1987), Otra mujer (1988) comienza con un plano que registra una decoración vacía y triste: el corredor casi inhóspito de un apartamento típicamente decorado al mejor estilo de New York. Minutos después la cámara hace una ligera panorámica hasta que aparece en cámara una mujer, que no es precisamente la que sirve de referencia al título, sino otra, tal vez la misma, la intérprete, la mujer filósofa, Gena Rowlands, (la esposa del tristemente sentido y difunto John Cassavetes, uno de los mejores directores del nuevo cine independiente estadounidense).
Y ella, bajo el nombre de Marion, se coloca sus aretes ante el espejo del hall de la entrada, mientras su voz presenta su personaje en primera persona, como si estuviera recuperando el yo, esa dimensión sicológica que en la literatura ha encontrado el umbral que lo define y lo cuestiona. Mujer madura que ha cumplido ya los 50 años, profesora de filosofía en la universidad, está casada con un cardiólogo, ha tomado un año sabático para escribir su nuevo libro y ha alquilado un apartamento para poder trabajar con toda tranquilidad y soledad posible. Mientras que el relato se desliza inocentemente sobre la banda sonora, Marion abandona su residencia principal para dirigirse a su otro apartamento. Pero el estado de los apartamentos en New York es tal, que los muros delgados dejan colar hasta los más íntimos recuerdos, rompiendo con toda posible privacidad. Una voz de hombre se cuela por los resquicios de un ventilador.
En el cine, regularmente existen dos clases de narración en voz alta –en términos cinematográficos se le conoce como voz en off-: las que vienen de donde nosotros, como espectadores no vemos, no aparecen en pantalla y las que están sobreimpresas en el plano, y que son colocadas después de haber sido filmada. En Marion se distinguen muy bien las dos variantes.
Importunada en su trabajo de escritura y reflexión, Marion busca la fuente de origen en la que brota esa voz. No tarda en descubrir que gracias a la ventana de aire puede escuchar el relato de un hombre cuando habla con su psicoanalista en el apartamento de al lado. La boca cercana a la oreja que desencadena la historia habría podido servir muy bien de punto de partida a una comedia distinta, de y con Woody Allen. Pero la boca en la oreja –clara similitud al título de una obra de Elías Canetti, “La antorcha al oído”-, no la del hombre, sino otra, nos enseñó que sólo las películas donde el director interpreta a sus personajes son cómicos; en cambio, las otras son serias, excepción clara y evidente realizada en Radio days (1987); el narrador no estaba presente, solo su cuerpo estaba ausente. Por lo tanto, si no se puede impedir reír, la situación y el monólogo de la voz están fuertemente unidos en el absurdo, esperando que todo se vuelva caótico, se agrave, implorando que llegue el clímax de la enfermedad mortal del desamor y de la angustia.
Pero, ¿y qué es lo que finalmente llega? Después de haber rehusado a callarse esa voz que incomoda, Marion continúa con su trabajo, después de haber colocado dos cojines, tratando de ahogar esa voz que nada trascendental cuenta. Más tarde los cojines caen y nuevamente el sonido de la voz, ahora femenina, habla de nuevo. Es una mujer la que ahora habla y la oreja de Marion escucha atentamente, y la nuestra también. Habiendo reconocido la voz aflautada de Mia Farrow, se comprende que la película entra ya en el nudo temático central de la historia.
Efectivamente, esta voz es la de la mujer del título, la de la otra, la que provoca y despierta el regreso temporal del recuerdo y del pasado obligado de Marion, como si al escucharla, ella fuera la misma que va hablando, como si estuviera observando en un nuevo espejo una nueva imagen, comparando tiempos, transcurriendo por los caminos de una vida que no presenta sorpresas. Y a pesar de la seriedad del tema, la transferencia, la proyección del inconsciente por voces interpuestas hacen palpitar un drama latente, una comedia simulada por lo cómico, como el relato de Marion, por ejemplo, doblado por la voz de la otra mujer.
Hay una escena en Otra mujer donde Marion, cuyo sentimiento patético de la esperanza se anida en su pobre alma desgarrada por el desencanto de un pasado no vivido, se encuentra cara a cara con la mujer de al lado –no sé por qué se me precipitan en el recuerdo imágenes inolvidables de una película de Francois Truffaut que tiene que ver con un amor que renace de las cenizas por la inminente presencia de una mujer, la otra mujer, La mujer de al lado-, ella la encuentra en un almacén de antigüedades, embarazada de muchos meses, llorando ante un cuadro de Klimt que representa una mujer embarazada. “¿Por qué llora?” “Es que el cuadro me pone triste”. Pero si no es un cuadro triste, es una pintura positiva. Se llama ‘Esperanza’. Es curioso saber que el cuadro tiene el mismo nombre protagónico que el de Mia Farrow: Hope.
Todo sería asunto de interpretación y de diferentes puntos de vista. Lo patético y lo cómico forman aquí, en Otra mujer, más que en cualquier película de Woody Allen, una pareja antagónica. Como creador de un sistema, Woody Allen le propone al espectador el asumir su indecisión frente al mundo. Porque lo importante no es tomar determinaciones sino saber cuáles se toman. Los personajes y las situaciones en las cuales están inmersos, son absurdas y patéticas. Las dos a la vez están presentes pues Woody Allen evita el conflicto y prefiere limpiarse la conciencia para cuidar la forma del drama, ofreciendo una serenidad fáctica como la única y posible consolación.
Con Woody Allen ya no estamos más en cine, nos encontramos en la vida, que es lo mismo. Su narración desnuda un alma excepcionalmente sensible al padecimiento y a las miserias de un alma humana, expone sus más hondas experiencias íntimas, esa callada dignidad del sufrimiento, esa presencia ilimitada de una desestabilización en el espíritu, cuya búsqueda de olvido es misión y agonía al mismo tiempo.