El sueño de los sonidos

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Es un sonido… Es difícil de explicar. Es como una bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar. ¡Bang! Y después se encoge… Es terroso. Metálico. Redondo. Es como un rugido desde el centro de la tierra.

Juan Guillermo Ramírez

Definir el sonido con imágenes es difícil. Sobre todo, cuando son los sonidos de la memoria y de los tiempos. Cuando son los sonidos de los sueños. Ese sonido fue el que despertó en una noche cualquiera a Jessica, una escocesa que cultiva orquídeas en Medellín, pero está en Bogotá, visitando a su hermana en el hospital.

Así es Memoria de Apichatpong Weerasethakul, director tailandés procedente del campo del arte, más concretamente del vídeo–arte y de la publicidad. Puede ser por ello que ciertos sectores de la crítica reflexionen sobre el matiz que da este director al envoltorio de sus filmes. Para muchos sus películas parecen estar vacías, recreándose más en la forma y sin una aparente estructura argumental. Pero para él, la forma es el fondo, hay un enlace entre ambos indisoluble. Una de las peculiaridades que podemos encontrar en esa forma-fondo es el diseño de la banda del sonido que ya apuntaba singularidades en sus primeros trabajos. Un ejemplo lo encontramos en Malee and the Boy (1999), en la que un niño de unos diez años recopila sonidos ambiente que luego serían el sonido del film, la base sobre la que colocar las imágenes. Un experimento sensorial, tanto visual como auditivo.

Tras la explosión del sonido del sueño en su memoria y la visita a su hermana, Jessica insomne escribe un breve poema de su desvelo vagabundo, El poema de las noches sin sueño: Más allá de los pétalos / y las, alguna vez furiosas alas / el aire jadea / ante su desvaneciente sombra— y quiere, a través de un ingeniero de sonido, hacer audible ese estruendo que la persigue y que solo parece existir en su cabeza. Hernán logra darle una forma provisional: un sonido que emula su sonido, el fantasma del fantasma que acompasa su propio deambular por una Bogotá fría y oscura.

A Apichatpong se le reconoce como un cineasta cuyas películas se alejan de la narrativa tradicional: no hay una historia intuible o lineal, sólo nos podemos dejar llevar de las imágenes y de los sonidos. Está más interesado por la dimensión sensitiva y sensorial del cine. El cine no debe concebirse sólo como una forma más de entretenimiento, sino que también es utilizado como medio portador de ideas, puede transmitirnos emociones o incluso hacernos partícipes de la idea última que el director quiere transferir mediante su fabricación de experiencias fílmicas.

Si nos adentramos en la filmografía de Apichatpong, nos damos cuenta de que, a simple vista, hay una búsqueda de pautas narrativas propias que tienen a la fractura argumental como principal exponente. La encontramos en sus tres películas, si exceptuamos The Adventures of Iron Pussy (2003). Sus películas plantean narraciones partidas en dos, como si de dícticos se tratasen, en las que nos topamos con los mismos actores que pasan a ser distintos personajes en la segunda parte de la obra o que se mantienen, aunque con una evolución importante en la personalidad de los mismos. Ambas partes de la película se podrían entender como figuras especulares que toman un significado propio gracias a la existencia de la otra mitad que le otorga el pleno sentido.

Sus películas pueden entenderse como ventanas a través de las cuales se observa el universo humano. Nos convertimos en observadores de la realidad que se nos presenta, ejecutada con destacado minimalismo formal en el que la banda del sonido cumple un papel muy destacado y con un significado propio indesligable de la imagen, lo que permite hablar de Apichatpong como un cineasta preocupado tanto del sonido como de la imagen. El sonido se convierte en el nexo de unión de las imágenes: el corte de montaje se suaviza si el sonido continúa. El sonido también precisa de un montaje previo, aunque los cortes en este montaje no son apreciables al ocupar la imagen el centro de nuestra atención y ser de gran dificultad poder saber cuándo acaba un bloque de sonido y empieza otro. Los cortes sonoros sí que son más perceptibles que los cortes de imagen. Se puede incluso conjugar el instante de corte de montaje sonoro y de la imagen como hace Apichatpong en varios momentos de sus películas, en los que, por ejemplo, una canción es cortada a golpe de cuchilla al mismo tiempo que lo hace la imagen.

La selva está llena de presencias acusmáticas, que se oye sin ver la causa originaria del sonido o que se hace oír sonidos sin la visión de sus causas (como escribe Michel Chion en ‘La audiovisión’). Sonidos cuyas procedencias se desconocen, lo que ayuda a crear ese clima de inseguridad y desconocimiento de lo que está por suceder. En definitiva, la palabra cobra un sentido especial en estas películas, las voces tienen un compromiso con el film cuando entran en acción alejadas de los simples diálogos, aunque también los haya, busca una nueva manera de girar las concepciones establecidas o de usarlas de manera constructiva como es el caso de Memoria (2021), de Mysterious Object at Noon (2000), donde la riqueza sonora verbal se mezcla en todos los canales posibles de transmisión. El cine se apodera del resto de las artes y las pone a sus órdenes. Apichatpong nos ayuda a escuchar y ver el mundo con una mirada cercana, no tanto colocándonos como simples observadores sino haciéndonos participes de ello mediante la percepción sensorial que nos permite el cine. Nos ha enseñado a estar en el mundo, a verlo y oírlo, mientras dejamos pasar el tiempo, el tiempo de la memoria, de la memoria de la belleza y de la tristeza del mundo.