Alejandro Cifuentes
Desde el año pasado los pueblos originarios han llevado a cabo poderosos actos simbólicos: derribar estatuas de conquistadores españoles. A estos se sumaron jóvenes de algunas ciudades, que en el marco del paro en curso también atacaron monumentos como el busto del fascista Gilberto Alzate Avendaño.
Inmediatamente personalidades conservadoras de la política, así como las empolvadas Academias de Historia -compuestas en su mayoría por varones egregios de las poderosas familias del país, que además no tienen por oficio la historia- salieron a vociferar contra semejante atrevimiento de unos “indios” ajenos a ese mundo urbano que ellos, la gente de bien, representan. Uno de los argumentos principales de estas personas, el cual tuvo eco en toda la gran prensa, es que los pueblos originarios pretenden con tales acciones borrar la historia.
No quiero despacharme acá contra el cinismo que implica tal argumento, pues indigna que unas personas y unos medios que se han dedicado a presentar víctimas como victimarios, a silenciar las acciones colectivas del pueblo, y a hacer de genocidas héroes, nos vengan a dar lecciones sobre hermenéutica histórica. Lo que quiero es resaltar la trascendencia que las acciones de los Misak tienen para la construcción y apropiación de la historia en Colombia.
Colombia es un país donde la historia no es precisamente un tema que genere un fuerte interés público. Esto se explicaría en los pobres hábitos de lectura, en el hecho de que en la escuela la historia se fundió en la ambigua materia de ciencias sociales, o en la poca cantidad de recursos públicos y privados que se destinan para la investigación y difusión del conocimiento histórico. Además, hay que reconocer que los historiadores profesionales rara vez son capaces de dejar la burbuja universitaria para conectar con la gente y construir conocimiento más allá de las aulas.
La intervención de las estatuas ha generado un inesperado interés de la población en la historia. Quieren saber quiénes eran las personas representadas en las estatuas, entender por qué tumbaron estos monumentos, y se comienza a debatir sobre si es o no adecuado su derribo. Por eso, lejos de ser acciones tendientes a borrar o manipular la historia, lo hecho a los monumentos por los Misak y por los jóvenes que protestan son una forma muy potente de apropiación de la historia, generando mayor interés por esta que cualquier libro o revista académica.
Al derribar a Belalcázar o a Jiménez de Quesada, los indígenas han planteado que, por el contrario, esos monumentos sí que constituían una manipulación de la historia, pues estas representaban a hombre pulcros, desconociendo que la conquista fue fundamentalmente un hecho de despojo violento.
Los pueblos originarios nos han marcado el camino a seguir: abrir un gran debate público sobre nuestra historia y patrimonio, para superar la ignorancia sobre nuestro pasado y el respeto acrítico hacia las versiones oficiales de la historia.
¿Por qué una fundación cultural financiada con nuestros impuestos lleva el nombre de un personaje que se creía el Mussolini criollo? ¿Por qué hay bustos y avenidas en honor a una persona que promovió el paramilitarismo y la masacre de campesinos? ¿Por qué hay espacios públicos en homenaje de aquellos que le declararon la guerra al pueblo colombiano? ¿Acaso no es mejor dejar de usar el patrimonio para honrarlos y comprender mejor su nefasta herencia?