Jaime Cedano Roldán
Cuando Alberto Rodríguez entró por primera vez al Congreso de los Diputados la cara de Mariano Rajoy fue todo un poema. Quedó boquiabierto cuando por delante suyo pasó el joven diputado canario con la elevada estatura de sus largos huesos, una barba extraña, casi desaliñada, una mirada honda, profunda, perdida en el tiempo y en el espacio. No llevaba traje ni estaba encorbatado, tenía puestos unos vaqueros un poco desteñidos y un suéter barato, con rayas cruzadas como las de los marineros taciturnos. Y sus rastas, sus largas rastas recogidas a modo de moño, como la corona de un rey de algún reino perdido entre los mares y los ríos de algún país africano.
Era el año 2016 cuando Alberto Rodríguez hizo su llamativa entrada al congreso para susto y asombro de Rajoy, quien quedó mucho más inquieto con el juramento que el diputado de Unidas Podemos hizo al asumir el escaño: “Aunque a algunos parece que les molesta que estemos aquí, yo prometo acatar la Constitución y trabajar para cambiarla”.
Estéticamente Alberto Rodríguez simbolizaba mejor que nadie el radical cambio que había en el adusto congreso y clara expresión de que efectivamente el 15M había pasado de las calles y las plazas a las instituciones. Vendría luego una etapa tormentosa y el mayor número de elecciones de seguidilla que haya tenido nunca España. En 2019 hubo nuevas elecciones y aunque Unidas Podemos fue a la baja, Alberto Rodríguez mantuvo su curul.
Ahora han expulsado de malas maneras a Alberto Rodríguez del parlamento. El Tribunal Supremo que vive a destiempo -hace dos años debía haberse renovado- dio como buenas las declaraciones fuera de contexto y sin pruebas de un policía, y la socialista presidenta del congreso aplicó una sanción que no estaba estipulada.
Mariano Rajoy debe de haber respirado con sosegada tranquilidad y gallega satisfacción con la salida del de las rastas del congreso.
Parece que con esta salida ya no queda nada de ese 15M que llegó al congreso como una bocanada de aire fresco. Irreverente, desafiante y con mucho adanismo y desprecio por las banderas rojas y “mochilas”, término usado para despreciar las viejas militancias que, en los últimos tiempos, de vacas flacas, parece vuelven a ser reconocidas.
Las plazas, las calles y los movimientos sociales se reemplazaron por ministerios y secretarías de Estado con el aplauso de muchas y de muchos y la reprobación de otros y de otras, incluyendo nuevos frentes de batalla con sectores antes aliados, como importantes destacamentos del campo feminista. Las derechas les siguen teniendo la misma urticaria de siempre y también algunos medios, jueces, curas, obispos y policías.
Hoy día las encuestas no repuntan para Unidas Podemos, a pesar del creciente liderazgo de la vicepresidenta Yolanda Díaz, una especie de lideresa prestada, ungida monárquicamente por Pablo Iglesias, pero que está tomando vuelo propio y con buena altura.
La expulsión de Rodríguez ha sido una jugada de arrogancia y de reto de la extrema derecha. Ponen a prueba al PSOE de Pedro Sánchez, quien recula y baja la espada frente al PSOE de Felipe González. Hay algo mucho más importante que una curul en juego y es la permanencia del régimen del 78, muy bipartidista, neoliberal y férreamente monárquico.
La nueva partida es la reforma laboral. Sánchez sigue bajando la bandera. Crece la incertidumbre.