Luis Jairo Ramírez H.
@JairoRamirezH
El encuentro entre una delegación de la Comisión de la Verdad y el expresidente Álvaro Uribe asumió ridículos ribetes imperiales; la comisión fue sometida a dirigirse a una hacienda feudal y soportar un ambiente hostil. Arriba, como en un altar la esfinge patriarcal y mesiánica de Uribe, abajo los delegados de la comisión reducidos a una condición subordinada y devota.
De antemano se advertía que el ritual sería un desperdicio de tiempo: Uribe se afirmó en un tedioso y trillado rosario de mentiras y verdades a medias en relación con su responsabilidad como gobernador de Antioquia y Presidente en el desarrollo del conflicto y la violencia ordenada desde su sillón.
De nuevo justificó los “falsos positivos”, presentándolos como “pequeños errores”, que no sabía que se habían presentado, dado que “fue engañado por los militares”, intentando evadir su culpabilidad como máximo responsable de las tropas bajo su mando, quienes perpetraron tales prácticas genocidas. La verdad de Uribe es la verdad de un régimen oligárquico y sanguinario soportado en años de victimizaciones.
Pero como es su costumbre, el tortuoso monólogo no podía terminar sin un globo al aire que raya entre el cinismo y la provocación: “Este país de pronto va a necesitar una amnistía general, casi que un borrón y cuenta nueva”. En las horas siguientes la senadora María Fernanda Cabal no solo apoyó la propuesta, sino que advirtió que la amnistía implicaba la previa eliminación de la JEP y la Comisión de la Verdad.
Hoy una amnistía general y el olvido son imposibles ya que no se puede extrapolar a los llamados crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra, el crimen de genocidio y el crimen de agresión; de otro lado en el país hay una exigencia generalizada de verdad.
Como se sabe, la historia de Colombia está plagada de hechos de violencia institucional protagonizados por el bipartidismo: La masacre de las bananeras, el magnicidio de Gaitán, la violencia bipartidista de los años cuarenta y cincuenta, la masacre de los obreros de Santa Bárbara, la matanza de estudiantes del 8 y 9 de junio de 1954, el genocidio de la UP, todos en la impunidad.
Quizá el hecho más vergonzoso de impunidad pactada es el de los 300 mil muertos de la violencia conservadora en la mitad del siglo XX. Liberales y conservadores se reunieron y pactaron por arriba, de espaldas al país, el Frente Nacional: la paz entre oligarcas, legitimaron la expropiación de tierras, cero investigaciones, cero verdades, auto-amnistía elitista, perdón y olvido. Ese mecanismo de impunidad es el que han impuesto las élites dominantes con el único que se sienten cómodas.
Claro, la amnistía es el único recurso que tienen. Después de años de negar los crímenes bajo la cobertura de la “seguridad democrática”; la revelación de la JEP sobre la existencia de 6.402 víctimas de los mal llamados falsos positivos cometidos entre 2002 y 2008, durante el gobierno de Uribe, los ha dejado al desnudo ante el país y la comunidad internacional.
La cuestión es que estamos en otro momento de la vida nacional. Ante la incapacidad histórica del sistema judicial para juzgar a los perpetradores de la violencia institucional, el Acuerdo de Paz de La Habana estableció un sistema especial de verdad, justicia y reparación, que hace esfuerzos por juzgar a los beneficiarios de la violencia en Colombia.