Mauricio Rodríguez Amaya
@ApuntaDeLengua
Buenaventura, la ciudad portuaria del Pacífico vallecaucano, ha visto ir y volver la violencia durante décadas. Como por oleadas, las acciones violentas contra sus habitantes aparecen y reaparecen dejando su estela de zozobra y dolor.
Algunos de los hechos recientes que han marcado la historia trágica de Buenaventura, se podrían resumir iniciando por la masacre del Naya en 2001, cuando los paramilitares del Bloque Calima asesinaron varias personas entre el Cauca y el Valle del Cauca; en Zabaletas, fueron asesinados 13 labriegos en manos de los hombres del Castaño. La tradición oral y las investigaciones académicas han narrado ese periodo cruel a partir de 2001.
De acuerdo con la investigación del Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1990 a 2014, 163.227 personas fueron víctimas de la violencia en un municipio de 350 mil habitantes; entre 1990 y 2012 se cometieron 4.799 homicidios, pero el 71% de estos ocurrieron a partir de 2000; entre 1990 y 2013 se registraron 475 desapariciones forzadas, de las cuales el 95% fueron ejecutadas durante los últimos 14 años; entre 2001 a 2013 se perpetraron 25 masacres; 152.837 personas fueron víctimas del desplazamiento forzado en los últimos 20 años. Como corolario de este periodo doloroso, llegaron las casas de pique, práctica consistente en el desmembramiento de personas que habitaban tierras ganadas al mar, muy cerca de las zonas de expansión de las sociedades portuarias.
En cierta forma la movilización social entre 2008 y 2017 logró contener el influjo devastador de la violencia; el pueblo salió a las calles para clamar paz, pedir derechos y exigir cambios sustancias de las condiciones precarias de vida. El paro cívico de mayo de 2017 fue el punto de llegada de las manifestaciones populares y del deseo de cambio de los bonaverenses. El paro también abrió las perspectivas políticas de cambio, que se materializaron en la elección del alcalde Víctor Vidal, uno de los principales voceros del Paro Cívico, cuyo gobierno ha tenido que lidiar contra una nueva ola de atentados y amenazas a líderes sociales territoriales.
El primero de agosto de este año, un artefacto explosivo fue lanzado contra la Alcaldía Distrital, y aunque no dejó víctimas mortales, sí generó una profunda alarma sobre la vuelta a la violencia en el territorio. Varios de los líderes del Paro Cívico han recibido amenazas contra sus vidas; tal es el caso de Javier Torres, Nicolás Rodríguez y Jhon Jairo Castro. A Torres le dispararon en su casa mientras que simultáneamente hombres desconocidos ingresaron en su oficina y se llevaron documentos y un computador. A Rodríguez le dejaron dos balas en un carro mientras llevaba su moto a reparar; por su parte, Castro recibió en su residencia una bala con un papel en el que se le amenaza por su condición de sindicalista del sector portuario. Todos estos hechos sucedieron en el último mes. El domingo 2 de noviembre de este año, un nuevo asesinato enlutó el territorio de Zabaleta. Otra vez, como en el 2001, el terror se apoderó del corregimiento cuando fue activado un petardo que dejó una persona muerta.
Hoy Buenaventura clama por paz, tras esta nueva etapa de violencia contra sus habitantes y sus autoridades, pero a diferencia de otros periodos, esta vez la gente sabe que la movilización es la clave para detener el espíritu genocida de los violentos. “Buenaventura no se rinde carajo”, me dice Jhon Jairo Castro, al conversar, con la voz entera, sobre la bala que recibió en su casa, por el hecho de reclamar por los derechos de más de 9.000 trabajadores portuarios que siguen luchando contra la precariedad y la tercerización laboral, mientras sus hijos sueñan con vivir en paz y con dignidad en el territorio.
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