Crece, escritor joven, crece

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Juan David Aguilar Ariza

Y cuando los ves es inevitable exclamar: «¡He aquí el escritor joven!». Son aquellos que bajo el signo del escritor maldito deciden beber de la absenta del mal por la eternidad, y, es entonces, cuando nada de lo que pueda generar un bien para sus pobres vidas les es permitido. Porque ni comer lechugas, ni hacer ejercicio, ni la serenidad, ni la madurez es un telos para ellos. Desprecian toda suerte de bienestar, incluso, si eso significa una mejora de su obra. Han venido para destruirse, y al destruirse, destruir todo lo que esté a su lado.

Nacieron de un mal que germina de una pobre lectura de los escritores del siglo XX —menos del anterior, el XIX, aunque allí se encuentra su germen—. Se deleitan bebiendo, no de la obra del autor, sino de los gestos, de las entrevistas en donde pueden «entrever» el malestar que empañó a los artistas de su entonces. Deciden imitar todo lo que ellos hagan, sin filtrar aquellas vidas que vivieron otras épocas, sin saber que cada escritor escribe su propio libreto de vida y que la autenticidad es el valor más preciado y más extraño de cualquier ser que se ufane como artista.

Claro, todo escritor debe crecer, pero estos, como Peter Panes eternos, deciden acceder al reino de los liliputienses por voluntad propia. Se camuflan, cambian sus atuendos anticuados, ahora se visten a la moda, son rebeldes, contestatarios (pero siempre y cuando no sea contra los dueños de las empresas editoriales; pueden levantar su voz contra lo obvio, pero nunca contra los dueños del negocio), beben de filosofías que no promueven la compasión, hablan en un tono sarcástico que más que revelar su nihilismo manifiesta sus complejos. Porque hay que decirlo: son cínicos, pero no en un sentido que abra la grieta (palabra muy utilizada por ellos), sino por un desprecio por los otros, por sus colegas, por el bienestar. Beben del sufrimiento y les encanta inhalar decadencia.

¿Cómo podrían, entonces, admirar a sus colegas, cómo podrán leer a los otros con un ojo crítico auténtico? Desechan cualquier palabra que pueda generar un bienestar: compasión, amor (a menos que sea erótico, amor sufrido), amistad, serenidad. No desean el bien para sus colegas, no desean el bien para nadie que escriba. Son los que buscan que otros no sean lo que ellos sueñan ser, porque nadie más en el mundo puede ser escritor, porque solo hay espacio para un escritor en el planeta, piensan ellos.

Este escritor joven es una buena mercancía del capitalismo. Por eso aman los concursos literarios, por eso solo leen a los escritores premiados, por eso desconfían del trabajo de quien no está en el mercado. Ellos son mercancía, sí, como aquellos RockStar que alguna vez vendieron su alma por las masas y que hoy, ya viejos, mendigan un poco de admiración juvenil cuando ya las nuevas generaciones solo quieren perrear un rato. No quieren escribir un buen libro, quieren ser ellos el libro-objeto. Tampoco les gusta responder por qué escriben, porque no escriben para ayudar a nadie, no quieren comprometerse con nada, han venido para explotar las letras a favor de su ego. Olvidan que el acto más evidente de la escritura es comunicar, pero ¿comunicar qué? Si ellos nacieron para escribirse a sí mismos; su autoficción es el mejor producto comercial. Estudian en academias para aprender las estructuras narrativas con las que sus libros serán impresos y promocionados como la novedad de novedades escrita por el joven que «a corta edad ha logrado escribir una obra que da cuenta de un talento que se opone a sus años».

Sufren del Síndrome de Russell-Silver, es verdad:  les crece solo una parte del cuerpo y del alma. Por eso, no es extraño que amenacen constantemente con el suicidio, o que padezcan dolores que nadie puede entender porque ellos no pueden explicarlos. Es insólito que alguien tan joven escriba algo tan bien escrito y que a su vez carezca de sabiduría, de esa aura o espíritu literario —la obra, no el escritor—. Hace falta la sabiduría para entender tantas cosas que solo traerán los años, porque un escritor se toma el tiempo para leer la realidad y, con coraje, apartarse del mundo y de su carnaval de insensatez, porque el escritor no ha venido para quedarse en las ferias de libro sino para hacer más feliz a los otros, pero esto, es algo que raramente entenderá un escritor joven.

El máximo logro de todo artista, quizás, y solo tal vez, es superar su ego, levantar su mirada y mirar a los otros con nuevos ojos, porque lo ha visto todo, porque sabe del sufrimiento y ha entendido, a fuerza de disciplina, que no somos nada y que si algo tenemos que hacer es crecer e impedir que este oficio termine convertido en la máxima expresión de una forma tan perversa de entendernos y entender el mundo como lo es el capitalismo, como lo es la decadencia de occidente.

Escribir es dejar de ser el escritor joven; sin importar que ya hayan pasado cincuenta años.