Pietro Lora Alarcón
Afirma David Harvey que las crisis son determinantes para la reproducción del capital. Es en su interior que las inestabilidades son confrontadas y reformuladas, creando una versión nueva del capitalismo.
Las palabras del geógrafo suenan actuales cuando se generaliza que el capitalismo atraviesa una crisis fatal bajo la forma de una pandemia. Para algunos ingenuos el sistema colapsó. Inclusive voces tradicionalmente críticas hacen eco a la esperanza de un capitalismo ético, exigiendo o aguardando providencias de líderes que hoy, supuestamente, demostrarían algo de humanismo para convocar juntos una marcha momentánea en la cual todos seríamos “hermanos en el destino”. Como dice Harvey, hay quien intente cambiar el mundo sin consultar a una clase plutocrática dominante que domina varias esferas de la economía, incluyendo la salud.
Lo grave, en nuestra visión, siempre susceptible de contestaciones y réplicas, es que estas opiniones son frágiles y huyen del análisis de clase. Claro que es inevitable no sentir rabia e impotencia cuando vidas humanas en Colombia y tantos otros países se extinguen. Ningún revolucionario es indolente ante la tragedia. Pero precisamente por eso hay que prestar atención a la forma como la emergencia de salud demuestra, mueve y transforma las concepciones de mundo y del lugar que cada persona ocupa dentro de él.
En tan crítica situación hay que distinguir los cambios drásticos en la forma de pensar y de entender de las personas sobre su propia situación. Aclarar cómo funcionan las instituciones y el poder público, que en manos de empresarios y gremios económicos seleccionan quien debe paralizar actividades, ordenan que los trabajadores renuncien a sus derechos y facilitan el lucro del capital.
Detectar la forma inductiva como la ideología dominante conceptualiza la “emergencia”, lo que destaca y esconde. Observar las subjetividades políticas y la reacción de los sectores sociales, que acumulan conocimiento observando la contradicción entre “lo privado” –seguros de salud, sistema financiero y de servicios, entre otros– que pretenden mantener sus ganancias, y “lo público”, que es insuficiente porque el propio sistema lo empobreció.
Recoger las experiencias populares, fortaleciendo las oposiciones y las exigencias de no reducción salarial y de una renta mínima básica universal, hacen parte de la conformación de un arco de fuerzas internacional sólido, contrario al poder del capital que tornó la cuestión salud, y con ello la vida humana, en un gran negocio.
Las empresas de medicamentos, con acciones cotizadas en las bolsas de valores, viven de la especulación porque la salud es una fuente estratégica de acumulación. El capital crea necesidades, como ocurrió con la “generación Prozac”, porque hay drogas que deben tener uso inventado y nuevas drogas provocan efectos colaterales que exigen otras drogas. Son centenares los proyectos de salud que reciben el rótulo de “socioeconómicos” para esconder el exclusivo interés lucrativo transnacional.
Tal vez lo más complicado sea aceptar que el capital puede perfectamente circular y acumular bajo la pandemia. La crisis es un caldero de oportunidades para el “capitalismo del desastre”. ¿Qué otra cosa puede esperarse si para el capital gran parte de la humanidad ya es descartable? Los bancos ofrecerán nuevos seguros de vida, créditos e hipotecas; las “entregas rápidas”, que exploran al máximo a jóvenes en bicicleta o motos tienen ya un nuevo filón.
Entrelazada con el funcionamiento general del sistema la concepción mercadológica de la salud choca con la vida humana. El capital no tiene instrumentos ni modificará su esencia de análisis y composición de la salud, fundada en la propiedad privada y el lucro. Por eso cuando se analiza el momento, por encima de la irresponsabilidad de los gobiernos y de sus medidas atrasadas, muchas veces cosmetológicas y desesperadas, la crítica se dirige al conjunto del sistema y su lógica funcional. El concepto de salud como derecho y beneficio de todos los seres humanos es profundamente anticapitalista.
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