En defensa del populismo

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Alejandro Cifuentes

En los últimos años “populismo” se convirtió en una mala palabra; se usa desde muchas orillas de la política como un insulto para deslegitimar al contendiente. Como peyorativo, “populismo” es básicamente sinónimo de “demagogia”, y puesto en estos términos parece un simple problema de semántica, pero la definición de este concepto tiene una política profunda.

La demagogia es presentada en el debate público como una forma de hacer política incompatible con la democracia liberal. Tal definición vacía de contenido al concepto “populismo” soslayando la experiencia histórica y el proyecto político que están detrás.

Los primeros movimientos populistas surgieron en Rusia y los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XIX. Aunque en ambos países el mundo rural era distinto -mientras en Rusia los campesinos seguían trabajando en medio de prácticas premodernas, en los Estados Unidos el desarrollo del capitalismo transformaba el agro- los populistas compartían un objetivo: la lucha por la emancipación del campesinado de la explotación terrateniente y burguesa de la que era víctima. En otras palabras, desde sus orígenes, el populismo contiene una apuesta real por el pueblo, si entendemos pueblo como aquellos que no viven del trabajo de otros, que dependen de su propio esfuerzo para subsistir.

El populismo, como apuesta por la redención del pueblo, fue llevada a su máxima expresión en América Latina durante el siglo XX. Con todos sus bemoles, el populismo significó en muchos países la inclusión de los trabajadores, tan golpeados por las élites tradicionales.

Cuando intelectuales y políticos obvian el contenido y apuntan a la forma, caudillismo, discursos cargados de significantes vacíos, medidas de gobierno pensadas para ganar popularidad, terminan cubriendo con el manto de “populistas” a Adolf Hitler, Getulio Vargas, Hugo Chávez o Donald Trump, todos ellos a simple vista representantes de proyectos no solo disímiles sino antagónicos. Pero esto no es un inocente enredo, pues por medio de la ambigua definición de “populismo” se busca satanizar toda experiencia que haya representado una alternativa al capitalismo: los proyectos que no se acomodan a las lógicas del liberalismo resultan sin más antidemocráticos.

Lo curioso de esta situación es que, si nos acogemos a la definición de “populismo” como demagogia, el occidente liberal, que ha reducido cada vez más la política a un concurso de popularidad basado en información mediática que apela a las emociones, terminaría siendo la experiencia “populista” por antonomasia.

Una definición certera del populismo es de suma importancia en una sociedad como la colombiana. En este país, que hasta la fecha no ha experimentado un régimen nacional-popular opuesto al neoliberalismo, es donde más parece usarse de forma peyorativa “populismo”.

Creo que en este país “populismo” se ha reducido a un madrazo por el odio visceral al pueblo que ha sentido históricamente la élite, lo que en últimas es un profundo terror a los trabajadores. Pero también intelectuales nutridos de capas medias en ascenso, autoproclamados demócratas y alternativos, han convertido “populista” en un insulto más de su limitado repertorio político. Véanse por ejemplo las últimas campañas electorales, donde una Claudia López o un Antanas Mockus se mostraron como la defensa postrera de la democracia ante la doble barbarie uribista de derecha y populista de izquierda. Su discurso “antipopulista” es en realidad el discurso antipopular de unos conservadores vergonzantes que buscan desesperadamente el beneplácito de empresarios, banqueros y terratenientes, para poder vivir de las migajas que estos dejan.

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