
Las acciones inmediatas pasan por detener la deforestación, el tráfico de especies silvestres, la degradación de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad, así como reducir drásticamente el uso de combustibles fósiles y optimizar el uso del agua de los sectores que mayor consumen
Sergio Salazar
@seansaga
El Día Internacional de la Madre Tierra tiene sus orígenes en manifestaciones multitudinarias realizadas hace 50 años en Estados Unidos, como un clamor popular frente a los desequilibrios ambientales producidos por el sistema económico imperante. Sin embargo, solo hasta el año 2009 la Asamblea General de Naciones Unidas designó el 22 de abril como la fecha en que anualmente se realicen acciones para incrementar la consciencia social ambiental.
En 2020, la conmemoración se da un contexto inédito no solo por la pandemia producida por la enfermedad Covid-19 sino también por las tendencias crecientes en emisiones de gases de efecto invernadero, GEI, a la atmósfera y de la temperatura, así como a la ocurrencia de fenómenos extremos y pérdida de biodiversidad.
La pérdida de biodiversidad
La biodiversidad tiene efectos tangibles e intangibles para la vida en el planeta. El bienestar humano depende de los bienes y servicios que proveen los ecosistemas en elementos vitales como el agua, la diversidad de alimentos, las materias primas y las fuentes de energía. El acceso de los humanos a fuentes de nutrientes suficientes y variadas es un determinante fundamental de la salud, al igual que también lo son la medicina tradicional que se calcula se utiliza en 60% de la población mundial. Asociado con ello está la diversidad de hábitats que albergan la biodiversidad, siendo los bosques uno de los más importantes ya que alojan alrededor de un 80% de la vida terrestre y cumplen un rol fundamental en la regulación climática y el régimen de lluvias, así como en el ciclo del agua y del carbón entre otros nutrientes.
La degradación de los ecosistemas y la desaparición de especies se ha ido incrementando en el transcurso de los dos últimos siglos, fundamentalmente por el cambio de coberturas naturales para la producción agropecuaria industrial, la construcción de infraestructuras y a la expansión creciente de los núcleos urbanos. En 2016, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, Pnuma, señaló que, en el siglo pasado, la combinación entre el crecimiento de la población y la reducción de los ecosistemas y la biodiversidad facilitó la transferencia de los patógenos de animales a personas con, en promedio, una nueva enfermedad infecciosa en los humanos cada cuatro meses. En 2019, el Informe de la Plataforma Intergubernamental sobre la Biodiversidad y los Servicios Ecosistémicos reflejaba que están en peligro de extinción un millón de los ocho millones de especies que actualmente se conocen del planeta.
En un reciente reportaje del Pnuma, se sintetizan las evidencias científicas que muestran que los ecosistemas resisten y se adaptan a los cambios, y dada la diversidad que albergan, ayudan a regular las enfermedades. A mayor biodiversidad más dificultad de propagación de un patógeno. Por ello, la presente pandemia es otro síntoma puntual de los desequilibrios que se están generando en la madre Tierra. En el mencionado reporte se afirma que la situación se ha exacerbado a causa de la crisis climática, provocada por el aumento sin precedentes de las emisiones de GEI a la atmósfera, ya que los cambios en la temperatura, la humedad y la estacionalidad afectan la supervivencia de los microbios en el ambiente, y la evidencia sugiere que las epidemias serán más frecuentes a medida que el clima siga transformándose.
Los incrementos en las emisiones de GEI
De acuerdo con la Organización Meteorológica Mundial, OMM, en 2018 y 2019 la concentración de GEI en la atmósfera dejó registros crecientes y sin precedentes en comparación con los niveles de referencia en la época preindustrial. 2020 no parece que cambie la tendencia, a pesar de las reducciones drásticas de las emisiones por efecto de la pandemia. A pesar de ese respiro temporal a la madre Tierra, el tiempo que permanecen los GEI en la atmósfera van de décadas a siglos y hasta casi milenios, por lo que esa reducción apenas se verá reflejada en las cifras netas de 2020. De hecho, la OMM mencionaba, el pasado 23 de marzo, que los niveles de dióxido de carbono en las estaciones de observación de referencia han sido, hasta ahora, más altos que el año pasado. Si a lo anterior se le añade la evidencia empírica de anteriores crisis económicas, en que las emisiones de GEI crecieron por efecto de las medidas de recuperación, es esperable que se sigan aumentando los niveles de GEI con sus efectos en el calentamiento global.
El aumento de la temperatura
En el mes pasado se celebraron tanto el Día Mundial del Agua como el Día Meteorológico Mundial en los que se llamó la atención sobre las íntimas relaciones entre el clima y el agua para su adecuada gestión. Al respecto, el mensaje del Secretario General de Naciones Unidas señalaba que los “recursos hídricos mundiales se enfrentan a una amenaza sin precedentes”, ya que “el agua es el principal medio en el que percibimos los efectos de la perturbación del clima, desde los fenómenos meteorológicos extremos, como las sequías e inundaciones, hasta el derretimiento de los glaciares, la intrusión de agua salina y el aumento del nivel del mar”. La tendencia es clara. Desde los años ochenta, cada nueva década ha sido más cálida que todas las anteriores desde 1850, siendo la de 2010-2019 la década más cálida jamás observada. 2019 terminó con el segundo registro más alto de temperatura media mundial (1,1 °C por encima de los niveles preindustriales estimados), el cual es superado por el de 2016, año en que un fenómeno de El Niño muy intenso contribuyó al récord. En lo que va de 2020, el pasado mes de marzo parece confirmar la tendencia al ser el segundo marzo más cálido desde que hay registros. El aumento en la “fiebre” de la madre Tierra es un síntoma de que las acciones para frenar el calentamiento global son insuficientes y que la enfermedad tiende a empeorar.
La oportunidad del cambio
La presente crisis, que ha puesto al sistema económico en evidencia, ha permitido globalizar la consciencia sobre la necesidad urgente de un cambio. Las acciones inmediatas pasan por detener la deforestación, el tráfico de especies silvestres, la degradación de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad, así como reducir drásticamente el uso de combustibles fósiles y optimizar el uso del agua de los sectores que mayor consumen. De fondo, en el replanteamiento del sistema se viene haciendo mayor énfasis en la economía circular para reducir los desechos que producimos, así como las emisiones de GEI. Tal planteamiento, que choca con el carácter lineal del capitalismo y la especulación financiera, debe estar basado en una economía real basada en la justicia social y debe permitir la necesaria transición hacía un nuevo modelo de producción, y por qué no otro modo de producción. Todo ello depende de la acción de los pueblos para empujar los cambios en la dirección que pide el momento histórico.
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