El mejor futbolista de su generación deja un recuerdo imborrable de jugadas maravillosas y un ferviente compromiso con las causas de los más débiles. Más que un ejemplo a seguir, es un espejo que nos recuerda quiénes somos en realidad
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
Pocas veces nos encontramos ante personas que son capaces de sintetizar el espíritu de una sociedad, capaces de expresar en sí mismas -casi siempre sin proponérselo- algunas de las facetas más representativas de una forma social de ser y de estar en el mundo. Personas que, estando vivas, nos obligan a mirarnos al espejo y vernos a nosotros mismos como pueblo, como sujetos y como colectivo. Diego Armando Maradona fue una de ellas. El mundo se ha paralizado durante un instante porque su muerte nos ha recordado -probablemente sin que nos demos cuenta- quiénes somos y en qué mundo vivimos.
Por supuesto, sentirnos interpelados por la complejidad de una figura como Maradona -que es la misma complejidad de cualquier ser humano- es posible porque se convirtió en una figura reconocida en todo el mundo. El fútbol, además de ser el deporte más practicado del planeta y una apasionante cultura de masas, en su versión profesional se ha transformado en un espectáculo global y en un rentable negocio. Así, los mejores futbolistas son celebridades presentadas ante el público como modelos a seguir: son exitosos, ganan mucho dinero y encarnan valores políticamente correctos. Justamente por eso son contratados para promocionar productos de consumo masivo, porque son un ejemplo.
Diego, sin duda, fue el mejor futbolista de su generación. El auge de su carrera coincidió con dos acontecimientos que merece la pena recordar. Primero, la aparición de las nuevas tecnologías de la comunicación que permitieron acelerar el flujo de información e integrar a los pueblos del mundo en una única teleaudiencia. De este modo y a diferencia de Pelé o Di Stefano, las gambetas y los goles de Maradona sí se pudieron ver en vivo y en directo desde Nueva Zelanda hasta Alaska. Segundo, la llegada a la presidencia de la FIFA de João Avelange, quien transformó el fútbol mundial, impulsó su mercantilización y consolidó a la organización como una poderosa mafia que todo lo decide y todo lo controla.
Estrella incómoda
Por ello, Diego fue sin proponérselo una figura de reconocimiento mundial pero una figura incómoda para el poder. Su temperamento rebelde, su sincera locuacidad y su estilo provocador le granjearon el desprecio de empresarios y dirigentes del fútbol. Los primeros no le perdonaron que, pudiendo ser un excelente reclamo publicitario útil para satisfacer su codicia, no procurase presentarse ante el público consumidor como un modelo impoluto. Y los segundos vieron en él una amenaza directa a sus intereses porque siempre defendió los derechos laborales de los futbolistas y denunció sin miedo las porquerías cometidas por las mafias del fútbol.
Así, se convirtió en un objetivo a derribar por parte del pensamiento hegemónico. No convenía que tuviese tanta visibilidad, tampoco que sus denuncias e irreverencias fuesen conocidas por el público, ni mucho menos que su compromiso político fuese visto como un ejemplo. Por ello desataron una persecución en su contra y finalmente lograron poner en evidencia algo que no se le perdona a las celebridades: que son seres humanos. Así nos enteramos que Diego no era un ángel, que tenía defectos, vicios e imperfecciones. Que era como cualquiera de nosotros. Que no era un producto de consumo sino una persona normal.
Curiosamente, la campaña de desprestigio no hizo que la figura de Diego desapareciera, al contrario, lo convirtió en un personaje trágico -en el sentido shakesperiano- del relato global. La sobreexposición del carácter contradictorio de su personalidad afectó su prestigio, qué duda cabe, pero al mismo tiempo lo victimizó ante sus seguidores y despertó hacia él una fervorosa solidaridad. De este modo, el público global, acostumbrado a relatos simples de héroes y villanos, de príncipes y princesas, recibió una bofetada de realidad: la vida no es como en los comerciales, las personas no son como los modelos de la publicidad, Diego no es Pelé, Diego es como usted o como yo.
Del lado correcto
Diego nunca ocultó su compromiso con los más débiles. Antes incluso de su abierta adhesión a las causas revolucionarias, ya se había expresado en favor de los pobres, de los jubilados y de los jóvenes. Él mismo, un hombre nacido en Villa Fiorito, una de las barriadas más miserables de Buenos Aires, quien se hizo a pulso y llegó hasta lo más alto gracias a su inigualable talento, nunca olvidó su origen ni dejó de ser consciente de que lo suyo era una excepción. Siempre supo que el triunfo personal no depende únicamente del esfuerzo individual, como en su caso, sino de que la estructura social y económica sea transformada para que ello sea posible para todos.
Diego siempre estuvo del lado correcto de la historia. Manifestó su incondicional apoyo a la Revolución Cubana siendo amigo cercano de Fidel. Ideó, fundó y dirigió la Asociación Internacional de Futbolistas Profesionales (AIFP), sindicato que defiende los derechos laborales de los jugadores ante los abusos de empresarios y dirigentes. Apoyó los procesos democráticos en América Latina como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador o Nicaragua. Formó parte de la iniciativa popular que legitimó la resistencia al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), finalmente derrotada en 2006 e incluso estuvo en Bogotá jugando un partido de fútbol en respaldo al Acuerdo de Paz.
Metáfora
El fútbol es como la vida. Escenifica una batalla entre dos ejércitos, es cierto, pero simboliza en últimas la lucha cotidiana que todos, individual y colectivamente, emprendemos cada mañana al levantarnos. El fútbol permite que las personas expresemos nuestros más bajos instintos y nuestras más refinadas virtudes. Nos hace al mismo tiempo ser egoístas y solidarios, desleales y respetuosos. En el fútbol, como en la vida, se puede ganar, empatar o perder, pero lo importante es que siempre hay que jugar bien, así se pierda, y que el triunfo o la derrota nunca son definitivos porque siempre habrá otro partido, otra revancha.
Diego, por ejemplo, demostró que por más talentos que posea una persona, no puede lograr nada sin un equipo que persiga un objetivo común. Demostró que para ser único e inigualable se necesita un colectivo en el que, irónicamente, el astro se disuelve y se convierte en uno más. Y por supuesto, en el fútbol como escenificación de una batalla, demostró que al rival se le debe vencer con respeto, pero que en ocasiones se le tiene que vencer y punto. El partido contra Inglaterra en 1986, pocos años después de la derrota de Las Malvinas, lo resume.
El primer gol -“La mano de dios”- ha sido la trampa más famosa de los campeonatos mundiales. El segundo, “El gol del siglo”, es el mejor gol de la historia del fútbol, no solo por su factura sino por su significado. “De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés…?, se preguntó exultante Víctor Hugo Morales esa tarde de junio en el Estadio Azteca. A pesar de que Diego nunca logró explicar cómo lo hizo -“yo solo veía piernas”, dijo alguna vez- ese gol casi fue suficiente para sublimar el dolor producido por la guerra.
No de otro modo se entiende que una figura como Diego sea una metáfora, él también, del fútbol como expresión de la vida humana. Millones de personas en todo el planeta sentimos un hondo vacío con su muerte porque de algún modo perdimos el miedo a identificarnos con él y a darnos cuenta de que sus triunfos, sus derrotas, sus errores, su compromiso, sus vicios y sus virtudes -excepto la de hacer del fútbol una poesía, por supuesto- son las mismas nuestras. Su imperfección es la misma nuestra.
Gracias, Diego. Que la tierra te sea leve.
📢 Si te gustó este artículo y quieres apoyar al semanario VOZ, te contamos que ya está disponible la tienda virtual donde podrás suscribirte a la versión online del periódico.