Almodóvar firma un producto, una vez más muy desigual, que parece en ocasiones una especie de trabajo de fin de terapia encargado por un psicólogo ambicioso y con proyección del propio yo sobre las sombras de la frustración laboral
Jack El Decorador – Mundo Obrero
Almodóvar es un director con talento y con un dominio del oficio poco frecuente, que además suele contar con un sello inconfundible que logra que su cine sea fácilmente identificable con apenas ver pasar unos pocos fotogramas.
Últimamente, todo hay que decirlo, resulta un tanto tostón y desigual. Siempre hay un fogonazo de genialidad en sus películas, es cierto, pero la totalidad se hace un poco deslavazada, sin la consistencia que sólo puede conceder a una historia la solidez de un guión solvente.
Su último trabajo se llama Dolor y gloria y es una suerte de manifiesto vital o de falsa reflexión autobiográfica a medio camino entre el pastiche y el ejercicio de memoria autorreferencial. Qué hay de cierto y qué hay de embuste sólo él puede saberlo, aunque huele a que bastante. Almodóvar firma un producto, una vez más muy desigual, que parece en ocasiones una especie de trabajo de fin de terapia encargado por un psicólogo ambicioso y con proyección del propio yo sobre las sombras de la frustración laboral.
Para ello, se sirve de un Antonio Banderas colosal (sí, lo sé, normalmente es un actor mediocre por ser suave, pero en esta película está más que espléndido) que conduce la narración con puño de hierro y guante de seda, soportando sobre los hombros a un personaje hipocondríaco y entristecido que camina de puntillas sobre el filo del abismo y las fronteras de la desolación.
No dudo de que Almodóvar se haya volcado en la película. No dudo de que se haya entregado y vaciado. Pero el resultado no es suficiente, ni se acerca a la excelencia de trabajos pretéritos ni en lo que concierne a la factura visual ni, sobre todo, en lo tocante a la consistencia de la trama.
Y es que, acordémonos de la cada vez más lejana infancia, todos los trabajos de fin de curso se abordan con cierta desgana de estrés o depresión prevacacional. Y es esa sensación, prácticamente desconocida en el director que nos ocupa, la que preside todo el periplo por el que discurre Dolor y gloria. A Almodóvar, esto es lo que parece al menos, le entusiasma aquello de lo que habla, pero no lo bastante como para ponerle el interés necesario en cómo contarlo. El problema fundamental de la película reside en el guión (algo no precisamente novedoso en este director), que a pesar de los chispazos arroja un saldo farragoso, inconexo y descoyuntado. No es una historia global sino una sucesión de retales breves que no se sabe muy bien a qué totalidad responden.
Está muy bien hacer cine como ejercicio terapéutico. No será este decorador quien impugne esa tendencia que tan altas cotas de cine ha convocado. Pero, lo lamento, señor Almodóvar, si se hace hay que tomar partido hasta mancharse y rehuir la distancia y la frialdad de la profesionalidad quirúrgica. Dolor y gloria es sorprendentemente fría. Sorprendentemente desapegada.
Aún así merece la pena verla. Por Banderas y por tres o cuatro escenas estupendas. Por el vestuario y la fotografía. Por el beso de Sbaraglia y las habitaciones de cal excavadas en las cuevas. Y porque, menos mal, es un placer ver una película que convoque sentimientos encontrados.
Polémica. Exabruptos. Algo de pasión, algo de sorna. Eso es -era, al menos- el cine.
Y Almodóvar hace cine siempre, aunque a veces sea rayano en lo mediocre. Bendita mediocridad ante el vacío y la nada coetánea. Bendito cine desigual que es sobre todas las cosas eso… cine.