Llegando a la mitad de su periodo, queda claro que la mediocridad del Gobierno y la pusilanimidad del presidente como figura política están, muy a su pesar, creando las condiciones para un cambio democrático en Colombia
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
Hacer el balance de un gobierno o en este caso de medio gobierno, obliga al analista -si pretende ser riguroso- a distanciarse de sus propias convicciones ideológicas y evaluar al gobernante teniendo en cuenta su rol como político profesional, lejos de la sintonía ideológica que pueda existir o no entre ellos.
Decir que el gobierno de Duque ha sido nefasto es algo fácil, en especial cuando existen todo tipo de evidencias de ello: aumento de la concentración de la riqueza, incremento de la violencia política y social, entrega del país a las multinacionales, ausencia de política exterior, negligencia frente a la descomposición de las fuerzas armadas, errática gestión de la crisis del covid-19, en fin, la lista es interminable.
Es más fructífero analizar estos dos años de mandato desde la pregunta de si Iván Duque ha sido un ‘buen político’, pero no un buen político desde la idea romántica del bien común -que compara al personaje con cierto tipo de “rey bondadoso que a todos tiene felices”- porque sencillamente encontrar eso en la vida práctica es imposible. En cambio, lo que sí es posible hallar en la historia son los conflictos, las disputas y las luchas entre facciones para imponer su visión de la sociedad. En ese sentido -y siguiendo al sociólogo alemán Max Weber- un ‘buen político’ es aquel que exhibe coherencia entre sus propósitos -explícitos y ocultos- como gobernante y los resultados -materiales y simbólicos- de su gestión. En otras palabras, es un político que logra lo que se propone.
Los buenos o malos resultados son importantes para valorar una obra de gobierno, pero no deben ser lo fundamental para analizar el desempeño de un gobernante, en especial porque el impacto de una decisión política suele ser impredecible. Muchas veces, una decisión tomada de buena voluntad termina produciendo efectos indeseables -pensemos en el plebiscito por la paz- y, al contrario -las altas multas por conducir borracho, son autoritarias, pero redujeron los accidentes-. Por ello es mejor fijarse en qué tanto se acercó el político a cumplir con sus propósitos, en vez de ocuparse únicamente de sus resultados. Lo primero nos habla de su ‘calidad’ como político, lo segundo nos habla más del azar que de otra cosa.
El alto costo de la ineficacia
Por lo anterior, es importante preguntarse por los propósitos que encarnaron la candidatura presidencial de Iván Duque para evaluar hasta qué punto se han logrado materializar. Y en este punto, es fundamental no solo referirse a los propósitos explícitos sino en especial a los ocultos, es decir, a lo que Duque representa más allá de lo que dice o sostiene en público.
Duque defendió en su campaña un modelo neoliberal de acumulación primaria basado en las rentas del petróleo, menos regulación estatal del mercado, disminución de los impuestos a las empresas y esperanza en el consumo como motor de la economía (por eso los días sin IVA). Según ello, las pocas medidas efectivamente tomadas antes de la pandemia, teniendo en cuenta las dificultades para conformar mayorías sólidas en el Congreso, revelan una coherencia con el discurso, pero al mismo tiempo, una enorme incapacidad para establecer diálogos políticos y sumar voluntades. La tortuosa aprobación de la reforma tributaria y la atropellada aprobación de cientos de decretos durante la pandemia, así lo demuestran.
Otra de las propuestas de campaña fue la “revisión” del Acuerdo de Paz. Tal revisión fue la forma edulcorada que tuvo el uribismo para presentar la vieja propuesta de Fernando Londoño de “hacer trizas” el Acuerdo. En ese sentido, Duque ha manejado una actitud hipócrita, diciendo en el exterior que su Gobierno está comprometido con la implementación, acusando en Colombia a las Farc de incumplimiento y haciendo en el terreno todo lo posible por sabotear la paz.
Si bien parecería que Duque está ‘capoteando’ bien la situación -les da gusto a las bases más furiosas del uribismo mientras se hace el tonto con el resto del país y con el mundo- a mediano plazo esta estrategia ha demostrado que conlleva un alto costo político. Ese costo no puede medirse con exactitud, pero para todos es evidente la baja favorabilidad del presidente, el poco respeto que inspira y la poca credibilidad que tiene.
Y poco más. Su propuesta de campaña giró alrededor de esos dos ejes, neoliberalismo y guerra, con alguna referencia a lemas baratos que ya nadie recuerda como aquello de “conservar produciendo y producir conservando” o el ya ridículo “el que la hace, la paga”. Y es allí donde tal vez esté el peor defecto de Iván Duque como político, no tanto en su inexperiencia o en su falta de autonomía frente a Uribe, sino en su vacuidad, en su ausencia de contenido como figura pública.
Duque, el vacío
Porque no fue solo el discurso de campaña -más parecido a un discurso de un candidato a presidir una comunidad de vecinos- ni su carácter frívolo e infantil, es que Duque en sí mismo es una ironía de la política: Fue la fórmula que utilizó Uribe para tener un incondicional con posibilidades de ganar la Presidencia en 2018 -como efectivamente sucedió-, pero al mismo tiempo su falta de carácter, su pusilanimidad y su desconexión con la realidad nacional se han convertido en la principal evidencia de que votar “por el que diga Uribe” es una decisión equivocada. Fue una apuesta ganadora a corto plazo, pero a largo plazo significará el fin el uribismo como proyecto político.
Por ello, el Gobierno puede gastar millones de pesos en campañas para mejorar la imagen del presidente, aparecer todos los días en televisión o mantener domesticados a los grandes medios de comunicación, pero será muy difícil que esas estrategias logren llenar de contenido la figura de Duque y construir algo parecido a un relato de país. En los tiempos actuales -que algunos llaman la “sociedad de la información”- para cualquier político es fundamental tener un lenguaje compartido con los ciudadanos y dotar de contenido a símbolos que permitan crear cohesión e identidad. Los aguacates y las abejas -en el caso de Petro- o la pulserita con la bandera de Colombia -en el caso de Uribe- son ejemplos de ello.
Crisis de un proyecto
Debido a su vacuidad, el presidente ha sido incapaz de crear símbolos y lenguajes que le permitan construir un relato. Y es allí donde radica la preocupación más grande del uribismo porque el principal propósito oculto de este Gobierno ha sido el de perpetuar un proyecto político de ultraderecha, antimoderno y violento, que está amenazando con llegar a su fin por culpa, entre otros, de Iván Duque.
No obstante, como sucede con todos los procesos históricos, el uribismo no perecerá por causas ajenas a él sino como víctima de sus propias contradicciones internas. El caudillismo, la pureza ideológica y el miedo a los liderazgos independientes no podían ofrecer un candidato diferente a Iván Duque, que en su momento garantizó la permanencia del uribismo en el poder hasta 2022, pero que al mismo tiempo representará el inicio de su decadencia definitiva.
Así, irónicamente, de la misma forma como la terrible experiencia del Gobierno de Uribe hizo que la izquierda se uniera por primera vez en su historia, la pésima presidencia de Duque está labrando pacientemente el camino para la llegada de la izquierda al Gobierno. Duque ha sido un político muy ‘mediocre’, sin duda, pero su mediocridad está siendo una oportunidad feliz para las fuerzas democráticas. Curioso, pero en eso consisten las contingencias en la política.
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