
Cuando se estableció la distinción entre países desarrollados y subdesarrollados, se plantearon dudas acerca de la capacidad del planeta para sustentar el crecimiento capitalista. Para los segundos alcanzar el nivel de desarrollo de los primeros, se afectaría la naturaleza y pondría en riesgo la vida en el planeta
Carlos Fernández
En artículo anterior (véase Transición energética: ¿Seremos capaces?), inicié un recorrido por los factores determinantes de la transición energética, entendida ésta como una necesidad imperiosa de la sociedad actual, abocada a una extinción ineluctable, de mantener los niveles y las formas actuales de producción y consumo pero a partir de nuevas formas de generación de energía, toda vez que las actuales se basan en recursos que se creían inagotables y que, además, son la fuente principal de deterioro del aire, de la tierra y del agua.
Al momento de escribir esta nueva nota sobre el tema en cuestión, han transcurrido ocho días de debate en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre cambio climático, denominada COP 26, que se celebra en la ciudad de Glasgow (Escocia).
Antes de abordar las conclusiones emanadas de dicha reunión (que aún no termina), conviene echar una mirada a los aspectos involucrados en el fenómeno que se ha denominado como «cambio climático». Éste viene dado, convencionalmente, por una elevación de la temperatura promedio de la tierra respecto a la que tenía antes de la denominada revolución industrial, hace, aproximadamente, 150 años.
Es provocado por la emisión de los denominados gases de efecto invernadero, originados, en lo fundamental, en la actividad económica de los seres humanos, la cual ha ido aumentando su consumo de energía de manera exponencial a fin de satisfacer la creciente demanda de infraestructuras y mercancías que el régimen capitalista dominante provoca.
Finitud del crecimiento
El asunto tiene que ver con el crecimiento económico. Todavía hasta mediados del siglo XX, los economistas y los dueños del poder creían que éste iba a ser indetenible, dados los avances científicos y tecnológicos que lo favorecían. El proceso de crecimiento había dejado, de un lado, una serie de países –pocos– que disfrutaban de los beneficios mayores del crecimiento, y otros –muchos– que se debatían en el atraso y la pobreza.
En los primeros, se encontraron, siempre, bolsones de pobreza que parecían cuerpos extraños a la estructura socio-económica. En los segundos –llamados inicialmente subdesarrollados, luego, en vías de desarrollo (por aquello de la corrección política) y, ahora, países de ingresos bajos o medios–, una élite económica y política detentaba el poder por encima de vastas capas empobrecidas de la población, en la cual se encontraban sectores obreros, campesinos, trabajadores por cuenta propia y desclasados.
En los tiempos en que se estableció la distinción entre países desarrollados y subdesarrollados, se empezaron a plantear dudas acerca de la capacidad del planeta para sustentar el desarrollo y, sobre todo, se señaló que, si los segundos querían alcanzar el nivel de desarrollo de los primeros, iban a agotar los recursos naturales y a poner en riesgo la vida humana en el planeta. No obstante, países como China y la India optaron por adelantar procesos de inversión de capital nacional y transnacional con miras a crecer de manera tal que pudieran alcanzar niveles de vida más altos que la inopia tradicional en que vivió su población.
Otros, como Brasil, iniciaron procesos similares con el apoyo del capital transnacional fusionado con capitales internos, apelando a un recurso aún no suficientemente explotado como era la Amazonía. Para ello, apelaron a la elevación de la producción o a la importación de carbón, petróleo y otras materias primas que les permitieran mover las nuevas industrias, el transporte, la agricultura industrial, etc.
Hoy en día, cuando la urgencia de llevar la emisión de gases de efecto invernadero al nivel de cero se hace imperativa, China se ha convertido en el primer país emisor de tales gases. Sin embargo, la emisión per cápita de los mismos es, todavía, apenas el 40% de la de Estados Unidos, aunque, para efectos prácticos, lo que importa es la cantidad de las emisiones en términos absolutos.
Sobre la solución propuesta
La Tierra todavía guarda enormes reservas de carbón, petróleo y gas como para mantener la máquina productiva durante un tiempo largo. Pero el hecho de que sean materiales que emiten dióxido de carbono (CO2) y éste sea el principal causante del efecto invernadero es lo que ha disparado las alarmas con relación a las consecuencias del cambio climático que su explotación produce.
La descarbonización (que implica no sólo dejar de usar el carbón sino, también, los otros causantes de las emisiones como la energía atómica que no genera CO2 pero sí deja residuos radioactivos que producen daños en el medio ambiente y en la salud de las personas) se ha vuelto un objetivo clave para resolver el problema. Específicamente, en el caso del petróleo, las transnacionales que lo extraen y lo industrializan saben que se ha llegado ya al pico máximo en que su aprovechamiento ya no es ni tan productivo ni tan rentable. Eso explica, en parte, la participación del sector petrolero transnacional en las discusiones sobre la lucha contra el cambio climático.
Como solución, la descarbonización implicaría, en el límite, dejar las reservas de carbón, petróleo y otros materiales sin explotar y sustituirlos por otras fuentes energéticas que mantengan la actividad económica. Habría, entonces, que reemplazarlos por las fuentes energéticas llamadas renovables, como son el viento (energía eólica) y el sol (energía solar). Estas fuentes ya vienen siendo utilizadas desde hace tiempo y han empezado a aparecer en las estadísticas sobre fuentes energéticas aunque todavía representan sólo una mínima parte del consumo energético.
Pero lo que se viene haciendo en materia de fuentes renovables presenta el inconveniente de que se hace con el mismo modelo de generación de energía a base de hidrocarburos o energía atómica. Es decir, una gran empresa transnacional desarrolla proyectos de generación eólica o solar como si el sol y el viento fueran idénticos, como materia prima, al petróleo, el carbón y el gas. Se parte de la base de que su potencial es infinito y que se trata sólo de explotarlo. Pero, como señalan algunos estudiosos, el potencial no genera energía.
Hay que desarrollar la infraestructura necesaria para explotar estos recursos, lo cual, a su vez, requiere energía, lo mismo que extraer petróleo, carbón o gas. Sirva de ejemplo el que, mientras, para reemplazar una central eléctrica de gas natural con una capacidad de 1.000 megavatios de potencia, que ocupa un área de 1 km2, se requieren 50 km2 para instalar paneles solares o 150 km2 para instalar turbinas eólicas que generen la misma cantidad de electricidad al año. Y la instalación de paneles solares o de turbinas eólicas se viene haciendo sobre la base de tumbar bosque y desalojar comunidades asentadas en esas áreas.
El modelo que hay que aplicar
Esto significa que el problema no es sólo un asunto de tecnología. Puede decirse que los dueños del capital tienen claridad sobre la necesidad de pasar de una energía contaminante a una que no lo sea y están haciendo lo necesario para desarrollar las tecnologías energéticas renovables que les permitan mantener la rentabilidad de los capitales que invierten. Ése no es el problema.
Se trata es de que las comunidades, en el nivel local, en todo el mundo, se apropien del asunto y generen acciones que les permitan: i) hacer del acceso a la energía un derecho y sacar este bien de la órbita mercantil; ii) desarrollar proyectos a base de energía renovable de dimensiones adecuadas al tamaño del territorio de tales comunidades y que sean de propiedad de la comunidad; iii) generar procesos de autogobierno territorial en materia energética, enlazados con los de otras comunidades, para no caer en la autarquía sino buscando hacer parte de procesos regionales y nacionales de aprovechamiento energético no contaminante.
Obviamente, queda el tema de la energía para la gran industria y el transporte. Los procesos comunitarios del nivel local deben articularse en propuestas de política de mayor jurisdicción (nacional o regional) que implican el cambio del modelo energético y la apropiación cooperativa y comunal de las industrias, la tierra y los medios de transporte.