En entrevista con VOZ, el reconocido investigador antioqueño reflexiona sobre el momento político, las contradicciones de un país convulsionado y dividido, la heterogeneidad de la juventud que se encuentra en las calles, la disputa por el sentido de nación y la decadencia de la universidad en la actual coyuntura
Simón Palacio
@Simonhablando
El paro nacional y las masivas movilizaciones sociales tienen al país conmocionado. ¿Cuál es la lectura de este nuevo escenario político?
-Es un escenario emergente que ha introducido una fractura en el imaginario político del país porque nos ha llenado de retos. Son acontecimientos que por un lado entristecen, pero también que generan un escenario esperanzador. Mantener ese balance es importante.
Nos entristece ver mujeres violentadas sexualmente por la Policía, al tiempo que opera impunemente la brutalidad del Esmad. De igual forma, indigna como a los medios de comunicación y a ciertos sectores de la sociedad les importan más las cosas, es decir, todo esto del vandalismo, que la propia vida de la gente. Emputa ver a una elite política indolente y pusilánime, pescando en río revuelto. Preocupa ver como emergen expresiones del racismo y del clasismo que claman públicamente por estrategias paramilitares.
También existen situaciones que generan esperanza. Miles de gentes, la mayoría jóvenes, se apropiaron de las calles como terreno de deliberación política. También hay una expectativa ante la creatividad visual, sonora y afectiva que es desbordante, lo cual genera la idea emocionante de carnaval.
De igual forma, que sectores populares organizados en resistencia, como las barriadas de Puerto Resistencia, aumenta el sentimiento de optimismo. La Minga Indígena del Cauca impecable: entró, estuvo y se va de Cali, a pesar de todo lo que les hicieron y les dijeron, configurando una enseñanza de pedagogía política para el país.
Importante las intervenciones simbólicas de tumbar esa memoria eurocéntrica encarnada en monumentos de conquistadores genocidas, como Sebastián de Belalcázar o Gonzalo Jiménez de Quesada, y al tiempo renombrar simbólicamente lugares como la Avenida Misak. Todo es muy esperanzador. Yo tengo 50 años y nunca en este país había visto algo similar. Están pasando cosas que apuntan a transformaciones que ya son un hecho.

Dos países
En ese sentido, ¿el país está cambiando?
-El paro nacional ha devenido en un acontecimiento político nodal. Las redes, los medios, el gobierno, la gente, etc., han sido interpelados. Si el paro quería colocar una agenda para que emergieran conversaciones y sensibilidades políticas, creo que lo ha logrado. También ha puesto en evidencia las profundas contradicciones y desigualdades de dos países inconmensurables.
Por un lado, tenemos una Colombia de la “gente de bien” que, si bien hoy es mucho más compleja y contradictoria, fue hegemonizada por muchos años por el uribismo, el paramilitarismo y las irrupciones cristianas pentecostales. Son ellos los que cierran filas con la Policía y el Esmad, justificando las graves violaciones de los derechos humanos sobre la tesis de las manzanas podridas.
Y hay otra Colombia, hoy en las calles, que está frustrada, emputada, ninguneada, empobrecida y, sobre todo, despreciada. Este país es identificado por la “gente de bien” como los indios, ñeros, marihuaneros, vándalos, bandidos, izquierdosos, guerrilleritos, los violentos, las putas, etc. Es decir, los castrochavistas, los de la revolución molecular disipada. Siempre ha existido esa experiencia y diferenciación, pero el paro ha logrado evidenciarlas desde la desigualdad que representan estás experiencias históricas.
La juventud, más allá del movimiento estudiantil, se ha puesto al frente de la movilización. ¿Cómo interpretar lo que está pasando en la calle?
-En definitiva, la juventud que está en las calles trasciende al movimiento estudiantil, que por supuesto participa. Los pelados que están en las barricadas, que están parados en Siloé o en Aguablanca, para dar un ejemplo, son pelados que precisamente están por fuera de la Universidad. La juventud está emergiendo y participando de otra manera.
Se requiere de un trabajo etnográfico que nos permita cartografiar situadamente las prácticas emergentes y entender los lenguajes, las emociones, relaciones y las concepciones que están en juego. Un error que siempre hemos tenido es que una gente interpreta y otra gente es interpretada. Creo que hay que escuchar, lo cual implica conectarse con las prácticas, conversar y asumir responsabilidades con esta juventud que no tiene nada que perder.
Algo interesante que está ocurriendo en esta experiencia es que los repertorios de protesta se salen del formato clásico de la movilización social. ¿Hay un cambio cultural en la forma de participar en política?
Diría tentativamente que no es un asunto totalmente nuevo. Recordemos la quema de los CAI en Bogotá y en distintos lugares del país en 2020, que fue parte de un empute visceral con la institución policial. El umbral de tolerancia se desbordó en muchos sitios, donde se están experimentando auténticas sublevaciones, donde la furia e indignación se va transformando en una catarsis que termina en destrucción de monumentos coloniales, instituciones financieras, estaciones de transporte público o establecimientos comerciales.
También veo cosas interesantes como las Primeras Líneas y las barricadas, aunque ya se habían dado antes, la dimensión y el anclaje de eso es impresionante, porque se configuran en expresiones de un cambio cultural en la forma de hacer política. El aguante, la autogestión, el cuidado y la solidaridad, algo que podríamos llamar heterogeneidad constitutiva, son la expresión de una multiplicidad de experiencias que no se pueden apalabrar ni representar.
Recordemos, con Martin Luther King, que la protesta es el lenguaje de quienes históricamente no han sido escuchados. En síntesis, es entender lo que significa esto como acontecimiento de una gente que ha sido todo el tiempo ninguneada.

Disputa por el sentido de nación
¿Qué tanto tuvo que ver la pandemia con este inconformismo generalizado?
Yo creo que debemos considerar dos acontecimientos que modificaron para siempre el proceso político colombiano. El primero fueron los Acuerdos de La Habana. Imaginémonos este paro con las FARC en armas, creo que hubiese sido imposible. Están intentando retomar ese relato, pero les queda muy grande de justificar. Lo segundo es el Covid-19, donde la gente experimentó el autoritarismo en nombre de la vida. Cuando te dicen “no salgás” y vos vivís de salir, o “quédate en casa” y vos no tenés ni casa o tu casa es un mierdero, pues es tenaz.
De manera inédita se está reivindicando la bandera nacional. ¿Por qué se está dando esta apropiación de un símbolo que muchas veces estaba ausente en las jornadas de movilización social?
-La bandera y la idea de nación no tienen una única articulación política. Puede, y de hecho ha sido movilizada por los nacionalismos de derecha, pero por eso mismo puede ser rearticulada para posibilitar otros sentidos. Lo que estamos viendo es una disputa sobre la articulación en el sentido de la nación simbolizada con la bandera.
La inversión, donde el rojo queda arriba, se conecta con “nos están matando”, que no es un enunciado solo para denunciar la violencia asesina del Esmad y de la Policía, sino la desigualdad social que mata todos los días.
Esa es la verdadera violencia estructural de la que no habla ni Duque, ni las élites, ni los medios. La desigualdad social mata todos los días a mucha gente, todo el tiempo, a los pobres, a los negros, a los indígenas, a las mujeres, etc. Lo que está con esa inversión, práctica que no se le puede atribuir a una sola persona, es una rearticulación que nos pone a pensar en quiénes somos y para dónde vamos.
Con los acontecimientos de Cali. ¿Cuál puede ser la explicación de esta agudización de las contradicciones sociales, culturales y étnicas en una ciudad convulsionada?
-En Colombia se han producido dos imágenes de lo indígena. El primero, es el “indígena permitido”, el que está en sus resguardos, exótico en su tradicional sabiduría cultural e instrumentalizado desde la nostalgia colonial. Pero hay otro que es el “indígena no permitido”, el que protesta, el que produce escozor, el que interrumpe la vía Panamericana, el que está fuera de lugar, el que se porta mal.
Es este segundo indígena el que hace aflorar el racismo y el desprecio de un sector de la sociedad colombiana. El indígena cuando está fuera de lugar y cuando no encaja en esas imágenes de la nostalgia imperial, del “buen salvaje”, es un indígena molesto que merece ser exterminado. El racismo es tan tenaz, que incluso, se hacen lecturas como “los indígenas son tan brutos que seguramente los están manipulando”.
Lo de Ciudad Jardín en Cali pone en evidencia que el país está definido desde un racismo que desprecia profundamente a los indígenas. Y también a los afros. Siloé y Aguablanca son afro de cabo a rabo, son enclaves negros en Cali. Esto, que a todas luces es lamentable, nos genera una conclusión incontrovertible: Nadie en este país puede decir que en Colombia no hay racismo.
El papel que han desempeñado las redes sociales y sus evidencias de la brutalidad policial han sido determinante no solo en las distintos procesos de movilización, sino especialmente en las reacciones de la comunidad y opinión pública internacional. ¿Las redes sociales están generando un quiebre en la cultura política del país?
Yo creo que este paro, sin las redes sociales, sin los videos y sin los memes sencillamente no sería.
Analicemos el meme como artefacto político, como cristalización y condensación de enunciados. Circula con facilidad y además convoca a partir de la burla, del humor y del goce. Pasa algo, se cae la vicepresidenta y a los tres segundos hay 200 memes sobre eso. El meme es un artefacto cultural que está profundamente imbricando con las sensibilidades políticas que están en juego. Los memes son síntomas políticos que definen las sensibilidades en el lenguaje de las nuevas generaciones.
Por el otro lado, tenemos los videos. Lo del 2020 no hubiese pasado sin esa prueba audiovisual donde se ve como la Policía reduce, violenta y luego asesina al ciudadano Javier Ordoñez. Pensemos este paro sin el video de Vicky Dávila y Alberto Carrasquilla donde hablan de la docena de huevos a 1.800 pesos, creo que no tendría la fuerza que tiene en este momento, porque dejó en evidencia como el ministro de economía, que pretendía poner impuestos sobre la canasta familiar, no tiene ni idea de la realidad de la gente. De igual forma, los registros de las atrocidades de la Policía muestran como el comandante X dice que no, pero que mil registros dicen que si pasó. Estos videos generan una emocionalidad concreta: Nos mienten y de frente.
Élites y la universidad colombiana desconectada del país
Se habla mucho que las élites que detentan el poder económico y político están desconectadas de la realidad social y de la gente que está en la calle. ¿Compartes está afirmación?
La élite que gobierna lo hace para un país imaginado, uno que responde a sus intereses y experiencias. En ese sentido, esta élite esta conectada con ese país y en algunos momentos ha logrado hegemonizar el imaginario politico de amplios sectores (como Uribe en su primer periodo de gobierno) y que se ha articulado desde redes clientelares con los sectores y clases subalternas para su reproducción en el poder.
Ese país imaginado tiene dos elementos que lo constituyen: El pánico y la arrogancia. Pánico que se materializa en los sectores más derechistas, es ese pánico por la amenaza del castrochavismo, el comunismo y todo lo que representa la izquierda. Y también se expresa desde una arrogancia donde suponen que interpretan y conocen el país. Sin embargo, yo no conozco una élite más miope y mezquina que la colombiana.
Gracias a un video viral en redes, quedó en evidencia como un profesor en la Universidad del Rosario reprende a una estudiante que protestaba en una clase virtual. ¿Está la universidad colombiana desconectada con la realidad social del país?
-La Universidad del Rosario, como las otras universidades privadas del país, no son universidades sino colegios grandes, en donde se infantiliza de tal manera a sus estudiantes, a los que se los concibe como clientes.
Marcan como “ideológico”, como no pertinente y fuera de lugar, como irrespeto, lo que no le guste al profesor o el burócrata. Y, como es un colegio grande, mandan a callar autoritariamente al estudiante. Además, las «plantas» docentes están metidos en unos entrampamientos burocráticos, prisioneros de un proceso de precarización que les impide producir conocimiento o proceso relevantes de conversación con sus estudiantes. Lo que tenemos es el síntoma de unas universidades privadas decadentes.
La universidad colombiana, incluso las públicas, están desconectadas hace décadas de la realidad del país. Están ocupadas haciéndole la tarea a Minciencias y al Consejo Nacional de Acreditación, donde lo que importa son los Cvlacs para lograr acreditaciones y subir en los rankings. Hace rato las universidades no quieren producir conocimiento sobre la realidad del país. Las universidades son parte del problema que estalló en este paro nacional.
