La propaganda oficial y las encuestas mediáticas se han encargado de presentar al Ejército como la más prestigiosa de las instituciones. En un país normal tales lisonjas sobrarían, salvo que se tratara de hechos históricos fundacionales o salvadores de la nación agredida de un invasor extranjero. Ese reconocimiento debería ser general, no mediático. Mucho menos referido a “méritos” en una guerra civil.
De repente un diario de Nueva York devela lo que la revista Semana se había abstenido de publicar. La denuncia muestra a una cúpula, recién nombrada a comienzos del año, que ejerce presiones sobre subalternos para duplicar los llamados “positivos”. La presión que proviene del alto gobierno busca “mejorar” los resultados operacionales, valga decir, las bajas contra los grupos definidos como el “enemigo”, en la poco conocida Directiva 037 de Mindefensa de 2017. Las denuncias sobre irregularidades implicaron, al parecer, amenazas, seguimientos y señalamientos para reprimir las filtraciones. Los primeros responsables, un general fue llamado a calificar servicios, otro, de contrainteligencia, fue trasladado y el segundo comandate del Ejército pidió vacaciones para hacer su defensa.
Es muy oscuro el nexo entre la exigencia de mayor rendimiento, los “falsos positivos” y las relaciones de estructuras militares y el paramilitarismo, según lo denuncian militares activos, varios de ellos declarantes ante la JEP. Por otro lado, aparecen cada vez más preocupantes denuncias sobre “chuzadas” que involucran personal militar, activo y en retiro, que desde 2014 con “Operación Andrómeda” afectaron a dirigentes políticos, negociadores de paz, magistrados de las Cortes, organizaciones de oposición y más recientemente sindicalistas de Avianca. El espionaje de alta tenología, se usa con un evidente direccionamiento político y de clase. Las salas de Inteligencia de la Fiscalía, con sus softwares de punta, también han sido mancillados para borrar evidencias en las investigaciones de la Corte Suprema contra Álvaro Uribe.
Cómo no pensar que semejante arbitrariedad y anarquía de la información estratégica, todo en medio de la más burda ilegalidad, convertida hoy en un mercado al servicio del poder, no esté en conexión con el exterminio, planificado sistemático y bien informado, de líderes y excombatientes, mujeres y hombres, comprometidos con el Acuerdo de Paz y su implementación. La corrupción, realmente existente, bien puede ser la cortina de humo que oculta el otro rostro de la guerra, el que se resiste a desmontar el paramilitarismo, obra al servicio del gran capital y de los terratenientes.
En las FF.MM. existen visiones marcadas por el sentido que imprime el Acuerdo de Paz y su implementación, que valoran positivamente la JEP, que entienden la insensatez de una confrontación con Venezuela, en el año del Bicentenario, y por cuenta de los intereses de Washington. Duque-Uribe han intentado instrumentar las corrientes inconformes con la paz y reforzar, en la cúpula castrense, la línea del Gobierno, autoritaria y represiva, partidaria de acabar con el “enemigo interno”. Olvidaron las palabras del libertador: “El destino del ejército es guarnecer la frontera. Dios nos preserve de que vuelva sus armas contra los ciudadanos”. La figura de Nicacio Martínez parece encajar para tales fines. De otra parte, los dos últimos ministros de defensa han sido directos representantes del Consejo Gremial Nacional, el mismo que traza las líneas gruesas y da órdenes al gobierno.
También existen militares de honor, capaces de pensar y comprender que los tiempos están cambiando, que la paz duradera requiere reformas sociales avanzadas, una nueva misión para las FF.MM., una reconceptualización de la defensa nacional y la seguridad humana que supere la lógica de un “enemigo interno” y recupere el legado profundamente revolucionario del Libertador.