El frágil equilibrio entre la culpa y la inocencia

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«Quería hacer una película que fuera lo menos limpia, menos pulida y menos unida posible», Justine Triet

Juan Guillermo Ramírez

La idea de efectuar la anatomía de un caso remite a una gran película Anatomía de un asesinato (1959) de Otto Preminger, en la que James Stewart era un abogado que defendía a un militar acusado de asesinar al presunto violador de su esposa. El concepto de anatomía tenía que ver con la idea forense de diseccionar unos hechos para que al final emerja una cierta verdad.

Anatomía de una caída, cuarta película de Justine Triet, muestra una anatomía judicial, pero lo importante no es tanto la disección de los juegos judiciales sino el establecimiento de una reflexión sobre la moral que se encuentra tras la disección de los hechos. El caso que se pone a juicio parece simple. Una escritora especialista en obras de autoficción vive con su marido, un escritor frustrado, y su hijo pequeño que tuvo un accidente que le afectó la visión. Un día, el marido cae del desván y se abre la cabeza después de golpearse con el tejado del porche de entrada de la casa. En principio podría tratarse de un suicidio, pero también existe la hipótesis de que haya sido un asesinato. La esposa es acusada de un presunto homicidio y debe enfrentarse a un juicio. El otro testigo fundamental del caso es el niño que estaba en la casa y que debe sumergirse en un auténtico baño de realidad sobre los aspectos más oscuros de la vida de sus padres.

La directora propone ahora una pieza estudiada de cine procedimental. Todo discurre sin pausa, sin respiración y con cada detalle de la narración perfectamente colocado en su sitio. Aparece el cadáver de un hombre al pie de su propia casa. ¿Es un suicidio o un asesinato? Lo que sigue es, en efecto, la anatomía de una caída que no sólo es la de un cuerpo desde lo más alto de una casa. También lo es del propio matrimonio que vive ahí y el de la propia condición masculina. La directora se las arregla para con pulso de cirujana confeccionar la más descarnada autopsia de una pareja descomposición. Parece que se tratara de diseccionar y de forma muy particular la herida que deja en un escritor, académico y marido aparentemente entregado a la familia ver cómo su mujer dispone de algo que él está lejos de poseer: talento para escribir y valentía para llevar a cabo lo que desea. Pero pronto aparecen las recriminaciones del hombre que no se siente valorado, los espasmos de la virilidad ofendida.

A pesar de que cerca de una hora y media de la película se centra en el juicio, el gran giro que efectúa Justine Triet no es otro que utilizar el artefacto judicial para llevar a cabo una anatomía de la pareja, en un sentido casi bergmaniano. A lo largo del juicio descubrimos las tensiones que vivía el matrimonio, cómo el triunfo de la escritora levantaba los celos en el marido, que veía reflejada su propia mediocridad. El niño estaba allí y escuchaba cosas, pero no sabía nada, y en el juicio su inocencia pervertida va a resultar clave. La película no es una especie de búsqueda de la verdad de los hechos sino una crónica de los secretos del matrimonio, pero también una reflexión sobre el dolor que implica rememorar unos hechos oscuros, sobre el dolor moral que implica someterse ante la frialdad de la justicia y las incertezas de los testigos.

Y es precisamente esa ambigüedad, que subyace incluso después de la solución final (un desenlace que deja abierta en el espectador una duda inquietante), la que permite a la película navegar desde el principio por las siempre complejas y escurridizas aguas de la vida en pareja: las apariencias y la realidad, las excusas y los pretextos, lo que se confiesa y lo que no, los miedos y las inseguridades, la igualdad y la desigualdad. El guion del film añade incluso una capa más al introducir el proceloso territorio de la autoficción en el que con tanto éxito editorial se mueve la protagonista, y en el que también parece querer adentrarse el marido. Narrada casi siempre desde el punto de vista de la novelista sospechosa, la película es un producto dramáticamente muy sólido, pero filmado de manera un tanto académica a lo largo de un metraje quizás demasiado largo para la sustancia narrativa que lleva dentro.

Triet subvierte los códigos establecidos en este tipo de dramas y, aunque al final hay una resolución legal, el filme carece de toda gratificación. El fuera de campo de la historia retumba dentro de nosotros cuando el relato llega a su fin. La verdad es relativa, una auténtica abstracción. Lo que convierte en una obra tan singular a Anatomía de una caída es el desarrollo del fuera de campo, que cobra tanta fuerza como lo propio que muestra la cámara al espectador. En el proceso judicial consigue que no sea la clásica oposición entre la culpabilidad o la inocencia del personaje central sino el entendimiento sobre qué otras miradas sobre la verdad pueden esconderse en el camino hacia la demostración de un hecho, consiguiendo quebrar constantemente el punto de vista del espectador.

Con su morosidad en el relato y su aparente sencillez, el film de Justine Triet esconde la caída de la pareja sustentada en un realismo casi documental que permite el lucimiento de cada personaje vital para la trama junto a esa escritora de opaca ambigüedad: el marido muerto, ausente desde un comienzo pero siempre presente; el hijo de ambos que no puede ver pero que tiene una enorme percepción de los hechos; el abogado defensor, crédulo y sin dudas en virtud del amor, o el fiscal, con su teatral violencia calculada, sirven para un rompecabezas donde cada pieza nunca es lo que parece pero en su conjunto devuelve una vigorosa reflexión sobre la conducta humana.

Tomando como pretexto una “típica” historia de juicios, Justine Triet logra un producto redondo que va mucho más allá. No tiene miedo en hablar de temas complejos, pero tampoco insiste en ellos hasta desgastarlos. Simplemente los toca con naturalidad, y eso se agradece. Mientras avanza la película, queda claro que ésta no sólo busca determinar si Sandra es inocente o no.

Anatomía de una caída apela a la verdad, a todos los motivos que influyen en una caída por más dolorosa que sea, y sin importar si es física, emocional o incluso marital. Sí, ver el juicio de Sandra es una experiencia emocionante. Pero también es catártica por sus mordaces diálogos e incómodas verdades. Al final, cada quien hace lo necesario para no caer.

Disfrazado de drama judicial, este thriller analiza el poder de la verdad y cómo el miedo a caer nos puede llevar a límites perturbadores.