El tiempo pervertido

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En la actualidad el neoliberalismo ha resignificado la idea del tiempo libre, convirtiéndolo en una mercancía más, que define su valor por la oferta y la demanda

La diferente relación con el tiempo conforma también una división social que separa a quienes tienen la posibilidad de trazar estrategias de futuro de quienes no tienen más remedio que nadar entre el oleaje

Esteban Hernández (*)

Es ya un consenso que el neoliberalismo no es solo un modelo económico sino también un sistema de pensamiento y un paradigma ético. La concepción neoliberal, con su seductora carga de individualismo competitivo y la promesa de un futuro exitoso basado en el talento y la voluntad, ha terminado involucrando prácticamente todos los aspectos de la vida contemporánea: el trabajo, la identidad, la sexualidad, el sentido de pertenencia, el entretenimiento, e incluso la concepción y el significado del tiempo.

Lo que hoy llamamos “tiempo libre” era antes de la modernidad un privilegio de los poderosos. Los filósofos de la antigua Grecia pudieron hacer sus disquisiciones porque, entre otras, tenían tiempo disponible ya que sus esclavos y mujeres les evitaban el trabajo físico. Los escolásticos pudieron reflexionar sobre la trascendencia porque la vida monástica les permitía largos periodos de silencio, lectura y meditación. El arte, la creatividad, la sensibilidad necesitan de tiempo para desarrollarse. Por ello, en los siglos XIX y XX, el movimiento obrero defendió la causa de la jornada de ocho horas porque entendió que el tiempo libre debía ser un derecho de todos.

No obstante, en la actualidad el neoliberalismo ha resignificado la idea del tiempo libre, convirtiéndolo en una mercancía más, que define su valor por la oferta y la demanda. Así, no solo la calidad del tiempo libre dependerá de la capacidad adquisitiva del cliente, también la propia concepción del tiempo dependerá de la posición socioeconómica de la persona. Se configura así una nueva división social, esta vez a partir de la forma como se asume el tiempo, donde las clases acomodadas podrán pensar el futuro con la serenidad que confiere su estilo de vida, mientras los pobres -oprimidos por la flexibilización laboral y la precariedad- solo podrán planear un futuro inmediato de supervivencia.

El periodista español Esteban Hernández, en su último libro “El tiempo pervertido” reflexiona sobre el nuevo significado que el neoliberalismo le otorga al tiempo y la forma como las nuevas contradicciones sociales se establecen a partir de sus diferentes concepciones. VOZ reproduce algunos apartes del libro.

El tiempo pervertido

Klaus Schwab, economista, empresario y fundador y presidente del Foro Económico Mundial, más conocido como Foro de Davos, formuló a comienzos de 2018 la idea que estructura la posición ideológica de las élites globales: “La línea de la división de hoy no está entre la izquierda y la derecha políticas, sino entre los que abrazan el cambio y los que quieren conservar el pasado. Estos últimos se quedarán atrás”. El conservadurismo y progresismo quedan así reformulados y se establece un nuevo eje sociopolítico determinado por la exigencia de un tiempo diferente.

Viviremos grandes transformaciones, tan profundas que aún no podemos atisbarlas. Sabemos que el trabajo cambiará radicalmente y que muchos empleos desaparecerán y otros surgirán, pero todavía no podemos adivinar cuáles. El futuro es un tren que viene a atropellarnos, una inundación que sobrepasará todos los diques, y nuestra posición ante esa fuerza irresistible es la que nos define políticamente.

Un supuesto porvenir

El porvenir disruptivo es hoy un lugar común en los discursos más dispares. Nadie lo pone en duda y muchos lo ven como una fuente de oportunidad, desde un lado y otro del espectro ideológico. Suscita grandes temores y esperanzas y los análisis acerca de las posibilidades que abre son continuos, en especial desde la prensa económica, las instituciones o los think tanks.

Pero la insistencia en ese iceberg que chocará contra nuestra realidad genera escasa preocupación. Los grandes medios, al igual que las redes, siguen centrados en el último escándalo, el mundo político trata de resolver lo urgente y el ciudadano común anda inmerso en un presente poco estable. En cierta medida es lógico, porque la racionalidad humana no está preparada para vivir en la anticipación.

Hay tiempos históricos en los que la relación con el porvenir es más feliz, puesto que existe gran confianza en el progreso. Las décadas fordistas fueron uno de ellos y sus clases medias el mejor ejemplo. Nuestro tiempo es mucho más confuso, porque si bien una parte nada desdeñable de las poblaciones occidentales considera que lo que deja a su espalda es bastante mejor que lo que encuentra frente a ellas, las clases dominantes describen lo que viene como un espacio tejido de enormes opciones. Esa diferencia es la que provoca que intelectuales como el psicólogo estadounidense Steven Pinker señalen a las viejas clases medias, las otrora garantes del progreso, como pesimistas, nostálgicas y reaccionarias.

En esa divergencia aparecen también dos temporalidades y dos maneras de vivirlas muy distintas, que son a las que Schwab se refiere cuando traza la línea que divide la nueva política. De una parte, está el movimiento de la historia, ligado a los avances científicos, que dibuja un horizonte inevitable; de otra, la racionalidad del día a día, la del ciudadano común, la de las vivencias cotidianas.

Los perdedores piensan en el presente y los ganadores en lo que vendrá

La primera temporalidad anuncia grandes transformaciones, cuajadas de oportunidades y riesgos, frente a las cuales no hay intervención posible; la segunda se desarrolla en un posibilismo resignado. Una se mueve permanentemente hacia adelante, la otra acepta lo que encuentra y trata de extraer lo bueno del aquí y el ahora.

Pero no estamos ante un posicionamiento hedonista, sino ante una reacción comprensible a la falta de horizontes. Ya no hay grandes planes de vida, porque la estabilidad material que había sido construida en los años de bienestar europeo se desvanece y aquello que la sustituye, el mundo fluido en el que hay que reinventarse de continuo, impide mirar más allá de lo inmediato.

Esta diferente relación con el tiempo conforma también una división social que separa a quienes tienen la posibilidad de trazar estrategias de futuro, porque creen que podrán hacer valer los recursos, la posición o la red de relaciones con los que cuentan, de quienes no tienen más remedio que nadar entre el oleaje esperando mantenerse a flote.

Mientras que las clases perdedoras en este proceso de reorganización social en el que estamos inmersos piensan en términos de puro presente, las ganadoras están continuamente orientándose hacia lo que vendrá, ya sea mediante la inversión en educación, en capital simbólico o en capital relacional, las formas típicas de inserción en las redes globales.

Es aquí donde la nueva línea política que traza Schwab tiene sentido, porque en nuestras sociedades hay quienes pueden dibujar con precisión su mapa vital, otros hacen lo posible por salir adelante y esperan que la fortuna les acompañe y los demás simplemente solventan las cosas según vienen. Mirar al futuro es estar en posición de poder hacerlo, esto es, no quedar sometido a la necesidad o a la urgencia que obstruyen todo horizonte que no sea el inmediato.

(*) Publicado originalmente en www.ethic.es