¿Entonces con plomo?

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Poster anticomunista de 1905 del Partido Conservador en Gran Bretaña.

Yebrail Ramírez Chávez

¡Más incumplimientos! ¡Más amenazas e insultos! ¡Más detenciones! ¡Más asesinatos! Esta es una brevísima mención de la actualidad política colombiana. Desde las graves falencias del gobierno Santos para responder a lo acordado en La Habana respecto a las Zonas Veredales, hasta el asesinato sistemático de líderes populares, pasando por las detenciones y amenazas a estudiantes universitarios, y los alaridos guerreristas de la bancada uribista en el Senado de la República, vemos que en Colombia se agitan con fuerza los vientos del anticomunismo. Si bien no se trata de una novedad histórica, tampoco debemos desviar nuestra atención. El anticomunismo, en tanto elemento estructural del devenir político en Colombia durante el siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI, es una de las principales amenazas a la paz democrática y con justicia social.

Raíces históricas del anticomunismo

Aunque en la mayor parte de la historia de la humanidad se han presentado movilizaciones sociales por los cambios y, a la vez, resistencias enconadas a los mismos, el anticomunismo es un fenómeno propio de la modernidad que surge en la medida que se consolida el movimiento obrero y popular junto a la rápida expansión del capitalismo industrial del siglo XIX. En efecto, el anticomunismo tal y como lo conocemos hoy vino de la mano con el auge capitalista y es consustancial a él. Tanto el comunismo como el anticomunismo son hijos de la misma época, en el sentido de que a toda crítica elaborada, sistemática, utópica o científica de la sociedad burguesa se le contrapuso de manera casi instantánea la réplica conservadora en términos absolutos e irreconciliables, la respuesta reaccionaria del statu quo, el culto al capital.

En el Manifiesto Comunista se señaló con elocuencia cómo el anticomunismo parecía conducir la agenda política de la burguesía europea del siglo XIX. “Todas las fuerzas de la vieja Europa -resaltaron Marx y Engels- se han unido en santa alianza” para acosar y destruir lo que tanto las atormentaba, “el espectro del comunismo”. Una de estas fuerzas, fue el catolicismo – que el historiador brasileño Rodrigo Sá Motta denominó, en su trabajo En guardia contra el <<peligro rojo>>, como una de las tres matrices del anticomunismo junto al liberalismo y el nacionalismo de derecha–. Ciertamente, para citar sólo un caso, en 1846 el papa Pío IX publicó su primera encíclica, Qui pluribus, donde afirma: “la nefanda doctrina del comunismo, contraria al derecho natural, que, una vez admitida, echa por tierra los derechos de todos, la propiedad, la misma sociedad humana”.

Sus premisas eran una dogmática iusnaturalista, la sacrosanta propiedad privada y el moralismo judeocristiano; sus conclusiones eran el odio y el llamado a combatir por todos los medios al “comunismo ateo”. No muy lejos de este planteamiento se ubicó el liberalismo doctrinario de François Guizot, cuya participación en el reinado de Luis Felipe I (1830-1848) fomentó el auge de la burguesía francesa al tiempo que condenaba a los trabajadores al pauperismo y la represión, a fin de “evitar el desbordamiento del caos insurreccional”. En este punto la fe y el laicismo se dan la mano.

En otras palabras, con la maduración del proletariado y sus organizaciones surgió la peculiar y enconada reacción de las élites burguesas. Mientras aquellos representan la negación absoluta de la razón y la verdad identifi cadas con el orden existente deviniendo práctica emancipadora, éstos últimos, falseando la realidad capitalista, representan la decadencia con su férrea oposición al cambio.

Contenidos del anticomunismo

Para empezar, el anticomunismo es aquella aversión contra toda idea, práctica, expresión y organización que se incluye dentro de los parámetros –no siempre definidos reflexivamente– del comunismo. Es la resistencia inflexible a todo intento de modificación de los fundamentos del orden social capitalista. Todas las tendencias o facciones anticomunistas convergen en este punto nodal. Ahora bien, el anticomunismo no es homogéneo ni unívoco. Siguiendo la tesis de Sá Motta, éste oscila entre tres matrices mutables que, a su vez, están relacionadas y se despliegan de múltiples maneras.

La otra matriz anticomunista es la perspectiva nacionalista de derecha, que fundamenta sus planteamientos sobre una idea de nación superior en todo a los individuos, dotada de ser y con un destino que requiere la unión de todos sus miembros. De esta manera, la lucha de clases no se entiende como un acontecimiento real que opera en la sociedad y la historia, sino como una doctrina emanada de cabezas comunistas a fin de alterar la paz y el progreso de la nación. El historiador Marcelo Casals señala que “mediante una ritualización de la convivencia común, se definió un tipo ideal de connacional que no incluía ni toleraba la diversidad”. Los comunistas vendrían a encarnar esa diversidad que quiebra al ciudadano modelo, porque abstracto, de este nacionalismo. La estigmatización de grupos e individuos fue la conducta natural de este nacionalismo, asumiendo formas racistas, xenófobas, retardatarias y extremadamente violentas. ¿Le damos la palabra al uribismo que aún pregona que la nación se encuentra amenazada por el terrorismo internacional?

El liberalismo, tanto en su faceta económica como política, es la tercera matriz del anticomunismo. Sus declaraciones acerca de la libertad individual, de la separación entre sociedad política y sociedad civil, de la promoción y seguridad de la propiedad privada y el libre mercado, etc., sustentan su comportamiento. Ya Marx había criticado esta concepción en Sobre la cuestión judía cuando advertía que “se trata de la libertad del hombre como mónada aislada, replegada sobre sí misma”. Es por ello que el liberalismo encaja al movimiento comunista como la supresión en potencia de esas libertades, lo que justifica cualquier tipo de limitación o eliminación de las mismas con tal de evitar la irrupción de la amenaza roja. El recurso a la violencia policial, a las leyes o al espionaje es necesario para alejar o destruir la amenaza. La fetichización conduce al liberalismo a ver su democracia como la única viable y conforme a la naturaleza del hombre, y a la propiedad privada como esencial a él; y del otro lado condena al comunismo como una afrenta a lo más íntimo y propio del hombre, a su supuesta naturaleza egoísta. ¿La actitud del gobierno Santos frente a lo acordado en La Habana está en algo contaminada por este fetiche?

El anticomunismo, en consecuencia, no se entiende sólo como una oposición política al comunismo, aunque esta es su columna vertebral. Es, más bien, un ethos de la élite que determina sus condiciones existenciales y psicológicas específicas. Es para muchos individuos un elemento de su propia identidad, el sustento de su estructura de valores y concepciones del mundo. Ordena sus deseos y conduce su voluntad. En tanto ideología regresiva puede conllevar al odio, la soberbia y la violencia desenfrenada.

Grandeza o decadencia

“¿Entonces con plomo?” vociferó rabioso el parlamentario del uribismo Carlos Felipe Mejía durante el debate en el Senado, el pasado 08 de marzo, sobre –¡qué curioso!– la Jurisdicción Especial para la Paz – JEP. Tal parece que la paz democrática es el espectro que atormenta a la santa alianza criolla.