Aunque se vista de bluyines, la política de la élite antioqueña es la reedición de un viejo prejuicio regional que sigue rindiendo excelentes dividendos, pero elude los controles ciudadanos
Campo E. Galindo
No hay precedentes de una conmoción política como la vivida hoy en Medellín alrededor de la suerte de EPM y la megaobra Hidroituango. Difícilmente en las campañas electorales las fuerzas sociales comprometidas hacen debates de ciudad, que además poco inciden sobre los resultados casi siempre conocidos desde mucho antes. Pero la coyuntura actual es distinta, las apuestas son a otro precio, lo que está en juego es nada menos que la hegemonía de la élite económica y política más poderosa de la región sobre la empresa pública también más poderosa del país, después de Ecopetrol.
El Grupo Empresarial Antioqueño –GEA–, que algunos negacionistas parroquiales dicen ahora que no existe, funge desde hace décadas como un poder detrás del trono, no solo en la toma de las decisiones económicas sino también en las decisiones políticas que afectan al departamento y especialmente a la ciudad. El control estratégico indiscutido de ese grupo sobre Medellín y el departamento, ocurre de manera silenciosa o por lo menos sin sobresaltos que desestabilicen el statu quo local. Las denominaciones “Sindicato antioqueño” o “GEA” son desconocidas para los ciudadanos comunes y corrientes.
El empresariado antioqueño fue una élite pujante desde mediados del siglo XIX, cuando se echó al hombro el desarrollo de este departamento y creó un imaginario sobre la grandeza paisa, éticamente discutible pero eficaz como proyecto social, económico y cultural, imaginario que hoy aprovechan los “cacaos” locales del siglo XXI para hablar sobre sí mismos y reclamar una autoridad intelectual y moral que no tienen. Ese GEA de hoy, es la herencia decadente de una antioqueñidad que quedó en los libros de historia, transformado desde fines del siglo pasado en un cartel empresarial intocable, que mete sus manos no solo en el Estado y sus instituciones, sino también en los patrimonios públicos más preciados como EPM.
La fuerza que decide
Desde 1988 que los alcaldes son elegidos popularmente, ha sido el Sindicato Antioqueño, hoy GEA, la fuerza que decide quién gobierna a Medellín, sea porque provenga de sus redes de aliados o porque simplemente se le dé la palmadita en la espalda. Nadie desde entonces ha gobernado la ciudad sin el visto bueno del gran empresariado, o sin su consentimiento, sin su apoyo o sin sus recomendados en las posiciones claves de la administración. Cabe aquí reconocer que al interior del GEA conviven diversas fuerzas políticas tradicionales, a través de las cuales ese conglomerado incide en las elecciones de autoridades a nivel departamental y municipal, y más allá de ellas, en toda la vida política de la región.
En la capacidad de cooptación del alto empresariado paisa, hay una tradición que nunca ha dejado de aprovechar: es la antipolítica. El discurso antipolítico no es nuevo en la vida pública antioqueña; desde el siglo XIX los dirigentes paisas fueron remisos a la política profesional y siempre la entendieron como una extensión de los negocios. Conservadores en política y liberales en economía, siempre optaron por el pragmatismo y desconfiaron del Estado.
Aunque se vista de bluyines, la actual antipolítica de la élite antioqueña es la reedición de un viejo prejuicio regional, que hoy como ayer ha rendido excelentes dividendos a la hora de los balances económicos, pero ha sacrificado los controles desde abajo, la participación ciudadana, popular y democrática en la toma de las grandes decisiones.
Así, para que no haya “contaminación política”, “la empresa más querida por los antioqueños” cada vez excluye más a los ciudadanos, sus legítimos dueños, hasta poner en grave riesgo su viabilidad financiera y sobre todo su carácter público. La antipolítica es un viejo grito de independencia del alto empresariado paisa respecto al Estado y los controles públicos a sus negocios.
Se rompe la tradición
Todo ese entramado de poder del GEA, se sacudió fuertemente en octubre del año pasado cuando por primera vez desde que hay elección popular, accedió a la alcaldía de Medellín un candidato ajeno a ese empresariado. Pero con más fuerza ha temblado en las recientes semanas, después que el alcalde decidió convocar una conciliación con los contratistas que construyen Hidroituango, en la perspectiva de recuperar $9.9 billones hasta hoy perdidos en ese proyecto. La reacción del GEA, presente en todos los estamentos de la empresa y fuera de ella, ha sido primero, la renuncia colectiva de todos los miembros de la Junta Directiva en EPM y de algunos en otras empresas del municipio; segundo, organizar una cruzada contra el alcalde y el gerente y por la restauración del gobierno corporativo, a la sombra del cual privatizan la empresa desde el año 2007; y tercero, organizar una veeduría ciudadana a EPM y la alcaldía.
El alcalde Daniel Quintero es un político pragmático que se ha movido por todo el espectro ideológico-político nacional. Sus actuaciones más próximas en el tiempo a la campaña electoral, su compromiso con los acuerdos de paz y luego sus adhesiones a De la Calle y a Petro en la campaña presidencial de 2018, le permitieron sus credenciales progresistas y lo habilitaron como candidato de la Medellín no uribista a la alcaldía.
La determinación de la alcaldía de interponer recursos para recuperarle a EPM los dineros perdidos en Hidroituango, rompe con la práctica por lo menos indecorosa de mandatarios locales anteriores que, capturados por la Junta Directiva de la empresa y su gobierno corporativo, se han abstenido de reclamar a los contratistas las billonarias pérdidas que le han causado a la empresa en proyectos anteriores y actuales. Ese reclamo a los contratistas detonó una crisis que ha sobrepasado a la empresa y se ha extendido a la ciudad y la región. Se está produciendo un alineamiento de fuerzas y un debate que parece marcar el futuro del gobierno local por el resto del período.
Inevitable transformación
Medellín es una ciudad donde la participación política ha estado fuertemente controlada por el establecimiento y las rebeldías raras veces alcanzan representación. Lo que hoy día llaman “polarización” para caracterizar los juegos de opiniones en el país, parecía no tocar a una ciudad tan sumisa como esta. Pero la transformación es inevitable y no la están pudiendo atajar las élites tradicionales, acostumbradas a dominar sin oposición, es decir, sin polarización. No puede ocultarse ya, que a pesar del desbalance de fuerzas y la debilidad organizativa de las opciones anti-establecimiento, en la ciudad hay sectores que ya no se tragan enteros los cuentos de la superioridad paisa, “en Antioquia no se pierde un peso” o que EPM es empresa modelo de América Latina.
Están construyendo un relato de terror sobre el futuro de EPM, que en parte es real, pero según el cual ellos nada han tenido que ver, pues la historia de la empresa empezó cuando el alcalde dijo que iba a recuperar las pérdidas de Hidroituango.
Los responsables de la tragedia financiera, social y humanitaria llamada Hidroituango, apoyados por el Centro Democrático, carecen de credenciales éticas y políticas para hacer veedurías ni controles a EPM. Un verdadero control a la empresa solo puede surgir de sus legítimos propietarios, los ciudadanos y sus organizaciones; solamente quienes la heredaron de las generaciones precedentes y la han sostenido con su esfuerzo, tienen la posibilidad de recuperarla y ponerla al servicio de todos.
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