La literatura erótica siempre ha tenido el denominador común de la cubierta lírica, de la sabia metáfora y de la oportuna imagen estética que la preserva de la obscenidad, que nada tiene que ver con el arte o la poesía
José Luis Díaz-Granados
El poeta y filólogo español Dámaso Alonso reveló que la literatura española no se había originado en el anónimo Poema del Mío Cid, como se creía hasta mediados del siglo XX, sino en las jarshas de estirpe árabe surgidas varias décadas atrás de la famosa epopeya, y que no eran otra cosa que brevísimas y sugerentes manifestaciones poéticas de deseos eróticos -a menudo intensos e imposibles de satisfacer- por parte de mujeres enamoradas de “hombres ajenos”.
Cuentan que las audaces mujeres escribían sobre un pedazo de papel (que ya había sido inventado por los chinos) y dejaban el testimonio de su incandescente anhelo al borde de la ventana o bajo la puerta del amado imposible. Allí les declaraban que “para tan aguada (muy crecida) azcona (lanza) / traigo aceitada mi halía (alhaja)…” y cosas por el estilo.
La verdad es que la literatura erótica se originó con el hombre (o mujer) mismo y sus raíces se pierden en la noche de los tiempos. Pero siempre ha tenido el denominador común de la cubierta lírica, de la sabia metáfora y de la oportuna imagen estética que la preserva de la obscenidad, que nada tiene que ver con el arte o la poesía.
Si para la literatura erótica escrita por varones ha habido a lo largo de los siglos inquisición y censura, con mayor razón lo ha sido para la escrita por mujeres en un mundo donde, al decir del poeta Luis Vidales, “el machismo empezó cuando inventaron que Dios era hombre”.
Pero esto no ocurría hace 2.500 años cuando Safo, la legendaria poeta griega vivió en la isla de Lesbos rodeada de lindas doncellas que cantaban, recitaban y danzaban en su honor y a quienes celebró con fervor erótico en sus Stanzas y Epitalamios: “Otra vez me sacude el Eros / que afloja los miembros / agridulce, indomable animal oscuro…”.
Transgredir lo prohibido
Por lo general, las grandes escritoras de tema erótico han logrado convertir en obra de arte maravillosas experiencias o profundas insatisfacciones. Para nadie es un secreto que las manifestaciones más perturbadoras se originan en la posibilidad de transgredir lo prohibido como la infidelidad, el lesbianismo (en el caso de las mujeres), el incesto o la zoofilia.
Djuna Barnes (1892-1982), quien de niña fue seducida por su abuela, narra en El bosque de la noche su amor apasionado y obsesivo por Thelma Ellen Wood, “una mujer alta, guapa y que bebía mucho”. Allí expresa que “una mujer es una misma, atrapada cuando te vuelves espantada. En sus labios, besas los tuyos”. En la novela, la protagonista lesbiana abandona a la amada (la propia Djuna) y empieza a vagar de cama en cama y de bar en bar, y termina en la sala de su casa, deslizándose en el suelo delante del perro “como si se preparara para otra conquista sexual”. En la carta a Emily Coleman, Djuna Barnes fue aún más lejos: comparó a los Estados Unidos con un pene, diciendo: “Bueno, es grande, pero ¿y qué?”.
Anaís Nïn (1914-1977), hija del pianista cubano-español Joaquín Nïn, sobresalía por su belleza y delicadeza. Elegante, de pocas palabras, era el polo opuesto de la Barnes, que era neurótica y lenguaraz. Sin embargo, Anaís era profunda y reflexiva en la recreación del acto pasional a tal punto que lograba exacerbar las pasiones del más frío de los lectores. Su Delta de Venus escandalizó a los puritanos de Norteamérica, aunque no tanto como por su affaire amoroso vivido con Henry Miller y la esposa de éste, la sensual y enigmática June Edith Smith o como en las descarnadas confesiones de sus Diarios, donde describe con lujo de detalles el incesto con su padre y la infinita gama de fantasías, gestos y vivencias sexuales que atravesaron sin tregua su existencia.
Las posibilidades infinitas del erotismo
A finales del siglo XIX, una joven rusa de 20 años llamada María Bashkirtseva fue tachada de “inmoral y erotómana” simplemente porque detallaba todos sus arteriales deseos libidinosos en un Diario escrito desde su lecho de tuberculosa. Por su parte, Ketherine Mansfield en sus Diarios dialoga con su corazón (quizás un amante simbólico) y le dice: “Te siento venir, estoy manchada y húmeda”.
Autoras como Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras y Marguerite Yourcenar, exploraron a fondo el océano inescrutable del amor y las posibilidades infinitas del erotismo. Algunas de ellas como la Yourcenar llegaron a la conclusión de que “cuando uno se enamora, el sexo a que pertenezca el otro no tiene importancia”.
El erotismo es un reto. Debe ser original y a la vez no sobrepasar un milímetro la finísima línea que lo separa de la pornografía. Delmira Agustini, la febril uruguaya que murió asesinada por su marido enfermo de celos, expresó en verso inolvidable: “Yo soy el surco ardiente que espera la semilla…”. Carmen Martín Gaite, notable escritora española, escribe en su poemario Después de todo: “Si tocara ahora mismo con mis dedos / el evidente hueco de tu ausencia”. La costarricense Ana Iztarú expresa: “El sol nace en tu ingle”. Y la cubana Carilda Oliver Labra clama: “Sé mi animal / muéveme. / La vida cabe en una gota”.
El aperitivo de la buena pluma
Una muestra de las narradoras que en la actualidad manejan esta temática con más o menos éxito, llega de España a Suramérica: Rosa Montero en La hija del caníbal describe lo que vio dentro de una sala de cine X donde exhibían la película “Chúpate esa”: “Me volví hacia él (su vecino de silla) y lo miré de frente: un rostro ancho y anodino, la boca medio abierta, la lengua asomando entre los labios, y lo que había en sus manos era un sexo amorcillado y renegrido, tieso como la vara de un perchero”.
Belén Gopegui, excelente escritora española, defensora incondicional de la Revolución Cubana, en su bella novela Tocarnos la cara, dice: “Su desnudez de malla negra empieza a contorsionarse, se le abren los ojos y yo sé que sus venas están hirviendo de intenciones…”.
Y la colombiana Laura Restrepo, en su novela Leopardo al sol: “Goza tú también, babea tú también, mientras yo te arranco tanta ropa negra y conozco tu carne madura, te miro y te huelo, rompo en mil pedazos el hierro que te encierra, violo tus candados, quiebro tu silencio. Te lo suplico, te lo ordeno, te lo exijo: que tu boca hable, que tus piernas se abran porque voy a entrar. Abre también los ojos, mira cómo le alimento de tí, mamo de tu fuerza y luego salgo a reventar el mundo y entro otra vez a chupar tu energía, y vuelvo a salir y vuelvo a entrar, y salgo y entro, salgo y entro, salgo y entro, y estalla en estrellas este amor terrible que tanto me mata, y por fin descanso, abrazándome a tí…”.
Y ni qué hablar de estos nombres y títulos perturbadores: Pauline Réage y su Historia de O. Mercedes Abad y Ligeros libertinajes sabáticos, Jeanne de Berg y Ceremonias de mujeres, Almudena Grandes, quizás la más importante novelista española contemporánea (compañera del poeta comunista Luis García Montero, actual director del Instituto Cervantes), y Las edades de Lulú, y Josefine Mutzenbacher y su Historia de una prostituta vienesa, llenos de pasajes mucho más escalofriantes (o abrasadores) que los citados antes, pero lo que intenta esta crónica es apenas ser la sintética noticia, la condensada información, el aperitivo de esa buena escritura de llamas húmedas que en la pluma de las mujeres revelan la más íntima, intensa y auténtica reinvención del amor.
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