Luis Jairo Ramírez H.
@JairoRamirezH
En Colombia ha existido una resistencia histórica de la oligarquía latifundista gobernante al diálogo y los acuerdos para una solución política de la confrontación armada y, particularmente, para implementar lo convenido. Las élites, atornilladas a la violencia, la tenencia de la tierra y los privilegios del poder, se resisten a los cambios y la apertura democrática.**
Eso se ha evidenciado desde la firma del armisticio entre las guerrillas liberales del llano y la dictadura de Rojas Pinilla en 1953; los guerrilleros cumplieron, pero el gobierno militar incumplió el llamado Pliego de la Gileña que contenía siete puntos de reparación. Lo mismo ocurrió con todos los acuerdos de paz posteriores.
En estos cuatro años del proceso se ha puesto de presente que la implementación se encuentra en un campo de disputa muy fuerte, pero a pesar de los ataques y las objeciones presidenciales a la JEP y a la Comisión de la Verdad, estas han venido avanzando en sus propósitos. ¿Alguien esperaba algo distinto a la pretensión de las élites de reducir el acuerdo al desarme de la guerrilla?, la lucha social unitaria está llamada a impregnarle un ímpetu transformador a los acuerdos de paz.
Como lo reflexiona Jairo Estrada: el acuerdo final produjo la ruptura del consenso político del bloque de poder hasta 2010 en relación con la “solución militar” del conflicto; el Estatuto de Oposición habilitó nuevas condiciones para la acción política de los sectores alternativos; más allá de los limitados alcances de la implementación la sociedad transita en una actitud política y cultural afirmativa respecto a la paz; es indudable, los acuerdos de paz influyeron en una voluminosa votación, consciente y libre, en las elecciones del 2018, que colocó al bloque de la oposición en una perspectiva distinta.
Estrada estima que hoy tenemos una sociedad más cualificada para el debate de una agenda política que trasciende los propios contenidos de los acuerdos de La Habana; afirma que nos debatimos entre dar continuidad a la lucha por la solución política no concluida y la brega por la paz completa con justicia social, o regresar a una confrontación armada en una correlación de fuerzas absolutamente adversa.
De antemano se sabía que desde el primer día el proceso iba a tener dificultades y que su avance dependería de la coherencia política de los firmantes de la paz y de una movilización social creciente; sin embargo, ya recién firmado el acuerdo sectores del ELN y la disidencia de Gentil Duarte lo descalifican; a mediados de 2018 dirigentes firmantes del acuerdo de La Habana, encabezados por Iván Márquez, toman distancia del proceso y deciden replegarse al sur del país; al mismo tiempo aparece el libro: “El fracaso de los acuerdos de paz”, de Oto Higuita; se expresa así una tendencia que de entrada pareciera sorprenderse del carácter militarista y tramposo del régimen y en vez de comprometerse a construir un poderoso movimiento de masas en las calles para la defensa del proceso, se inclinan por aislarse y retornar al pasado.
Si la paz estuviera derrotada, ¿por qué tienen miedo las élites gobernantes?
Su pesadilla está en el creciente rechazo ciudadano a la guerra medieval y la esperanza de millones de partidarios de la paz con un programa mínimo y un candidato de consenso para el 2022, para un gobierno de transición a la democracia.
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