
Carlos Fernández
El proyecto de Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 (PND) del gobierno de Iván Duque ha sido ya objeto de múltiples comentarios por parte de periodistas, políticos, académicos, etc., que han hecho críticas a diversos aspectos, aunque con poco énfasis en los aspectos económicos del mismo. A estos tópicos nos vamos a referir en este segundo artículo sobre el PND (el primero, en el que se analizaba el objetivo de establecer pactos etéreos sobre los objetivos del plan y se desnudaban los verdaderos intereses temáticos del gobierno, se publicó en el número 2968 de VOZ).
Los ejes fundamentales del plan
El núcleo del planeamiento programático del PND está expuesto en la ecuación:
Legalidad + Emprendimiento + Equidad
Esta ecuación, denominada ecuación del bienestar, aparece en el documento que presentó el Gobierno nacional a discusión antes de llevar ante el Congreso la propuesta de Plan definitiva. En esta última, la ecuación como tal no aparece pero hay que señalar que el documento sometido a consideración del Congreso nacional está imbuido del simplismo que anima la ecuación. De ésta, el Gobierno deduce la necesidad de que se establezcan pactos para lograr una «cultura de la legalidad» que genere un ambiente propicio para impulsar a los «emprendedores», o sea, a los que quieran poner en práctica una idea de negocio que los vincule al mundo del empresariado. Esta entrada al mercado como empresario productivo que genera empleo debe hacerse en términos de la máxima formalidad, lo que implica que hay que adelantar un nuevo pacto de carácter transversal, el pacto por una gestión pública efectiva que elimine las trabas fiscales, burocráticas, laborales, etc., que dificultan la formalización de las micros, pequeñas y medianas empresas.
De la suma de legalidad y emprendimiento surgen las condiciones para lograr, mediante una «política social moderna», la equidad, sobre todo en términos de igualdad de oportunidades para todos.
Las verdaderas intenciones detrás del discurso
En plata blanca, el llamado a crear una cultura de la legalidad y las estrategias y metas establecidas para alcanzar ese primer gran eje de la ecuación no constituye otra cosa que la reedición de la política de seguridad democrática de Uribe. Lo prueba el hecho de que dicho eje de política está orientado a la lucha contra la violencia en abstracto, a la eliminación de la llamada minería ilegal y ya tiene elementos que se habían desechado como la creación de redes de informantes que vuelvan a Colombia un país de soplones.
Este eje temático del PND plantea la lucha contra la corrupción como uno de sus componentes. Esto tiene dos caras. De una parte, existe dentro de la gran burguesía colombiana una preocupación evidente por este fenómeno que, si bien no se da sólo en nuestro país, sí ha alcanzado unos niveles de erosión de las finanzas públicas que impide realizar todas las inversiones necesarias para mejorar «el clima de los negocios», o sea, para seguir ampliando la producción de bienes públicos que favorezcan las inversiones de los capitalistas que les permiten ampliar sus niveles de acumulación. De otro lado, es un saludo a la bandera en la medida en que este gobierno no fue ni siquiera capaz de enviar mensaje de urgencia para la discusión de los proyectos de ley surgidos del referendo sobre corrupción que, si bien no alcanzó el umbral, sí obtuvo una voluminosa votación. El escándalo de Odebrecht es una expresión actual del famoso «tapen, tapen» de Laureano Gómez, con el cual se le viene dando un manto de impunidad a los delitos del fiscal, de las campañas de Santos y Zuluaga y hasta del gran cacao Luis Carlos Sarmiento. Es, hasta cierto punto, una reedición de la frase de Turbay Ayala de que había que reducir la corrupción «a sus justas proporciones».
El interés en formalizar la economía
La informalidad ha sido un buen negocio para el deformado y dependiente capitalismo colombiano. Ha permitido la sobreexplotación de la fuerza de trabajo nacional y ha condenado a mucho proletario disfrazado de microempresario o de pequeño empresario a sufrir la angustia de pasar de trabajador independiente a empleado por horas o por piezas y a intentar volver siempre a ser dueño de su «emprendimiento».
La teoría económica dominante reconoce dos clases de informalidad: la informalidad laboral y la empresarial. La primera se refiere a los trabajadores que no reciben las prestaciones sociales de ley, que no cotizan o cotizan parcialmente a la seguridad social y, en síntesis, que no tienen un contrato formal de trabajo. La segunda tiene que ver con los «emprendimientos» (nuevamente, entre comillas) que no pagan impuestos (esto y la ausencia de cotización a pensión y a salud es lo que más le preocupa a la oligarquía colombiana), que contrata fuerza de trabajo de manera temporal, que no afilia a sus trabajadores a la seguridad social, que emplea fuerza de trabajo familiar, a veces, sin remuneración y un largo etcétera en materia de las características de vinculación al mercado de bienes y servicios y al mercado laboral. De manera que una y otra están imbricadas en una relación indisoluble, si bien hay empresas que son, parcialmente y al mismo tiempo, formales e informales.
Pero resulta que la formalización del trabajo y de las empresas informales puede llegar a ser, también, un buen negocio para los capitalistas nacionales. En primer lugar, porque para hacer negocios en el nivel internacional (y el ingreso a la OCDE lo exige) es necesario tener un mercado, tanto laboral como de bienes y servicios, debidamente formalizado. Además, porque la formalización implica más cotizantes para las EPS y los fondos de pensiones, fichas claves, hoy en día, del capital financiero nacional e internacional. Por eso, ya existe una política de formalización empresarial, aprobada por el Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes) mediante el documento 3956 de enero de 2019. O sea que el gobierno decidió ejecutar tal política antes de que fuera discutido y aprobado el PND, o sea, antes de que llegara la orden.
La tarea es enorme. Del lado del Gobierno y de las fuerzas políticas y económicas que lo apoyan, se trata de acelerar un proceso de proletarización de la fuerza de trabajo que esté a tono con las posibilidades de inversión rentable del capital propio y ajeno. Esto es, particularmente, evidente en el caso del sector agrario, donde la informalidad es mayor y el capital necesita volver asalariados a un vasto número de campesinos sin tierra o minifundistas para sus proyectos agroindustriales (particularmente caros al gobierno de Uribe-Duque) y para la ampliación de la frontera agrícola a la altillanura y a la Amazonia, en contravía del cierre de dicha frontera acordado en el Acuerdo de Paz.
Pero a los sectores populares, también, les interesa la formalización. De un lado, porque implicaría que la totalidad de la fuerza de trabajo asalariada quedara cobijada por la legislación laboral vigente. Del otro, porque le permitiría al pequeño productor urbano o rural disminuir sus costos y generar los ingresos que le permitan una vida decente. Y, por último, porque, para lograrla, se requiere un vasto movimiento de acercamiento de los sectores populares que consiga las reivindicaciones que han sido relegadas a lo largo de los años mediante el engaño, la trapisonda y la violencia de la oligarquía contra el pueblo.
* Economista.