Gabo: “En busca del tono”

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Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha.

José Ramón Llanos

El texto de Gabriel García Márquez titulado La casa de los Buendía, publicado en la revista Crónica el 6 de junio de 1950, constituye un avance de Cien años de soledad, a continuación, el lector encontrará ese texto. La revista Crónica fue una excelente revista literaria publicada en Colombia en los años cincuenta, según el concepto de Jacques Gilard, el francés analista de la literatura colombiana: “Mejor que su contemporánea Crítica, mejor que Mito1. El premio Nobel consideraba que al texto La casa de los Buendía solo le faltaba el tono para convertirse en la novela que quiso escribir toda su vida de narrador, y en su búsqueda empleó 31 años y como él lo ha manifestado varía veces, lo halló viajando de Ciudad de México a Acapulco2.

Así le contó a Elena Poniatowsca: “…cuando de pronto tuve la primera frase, no la recuerdo literalmente, pero iba más o menos así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. La primera vez que me vino la frase le faltarían uno o dos adjetivos, la redondeé; cuando llegué a Acapulco la tenía completita…”

En la misma entrevista manifiesta que La casa de los Buendía, era Cien años de soledad, así como todos los cuentos escritos antes de esa novela eran la novela misma, solo le faltaba el tono. Recordemos que García Márquez, inicialmente pensó titular su obra cumbre La casa, espacio donde debería “suceder todo”.

Cuando llegó a la Arenosa, Gabriel García Márquez ya había recibido las valiosas enseñanzas periodísticas, muy pocas veces destacadas por la prensa y los críticos, de Clemente Manuel Zabala, quien lo orientó en sus primeros pasos como columnista, en El Universal de Cartagena. Esas orientaciones bien asimiladas, lo convirtieron en exitoso redactor de La Jirafa en El Heraldo, en los años cincuenta. Además, fue cofundador de la revista Crónica.

Apuntes para una novela

La casa es fresca; húmeda durante las noches; aún en verano. Está en el norte, en el extremo de la única calle del pueblo, elevada sobre un alto y sólido sardinel de cemento. El quicio alto, sin escalinatas; el largo salón sensiblemente desamoblado, con dos ventanas de cuerpo entero sobre la calle, es quizás lo único que permite distinguirla de las otras casas del pueblo. Nadie recuerda haber visto las puertas cerradas durante el día. Nadie recuerda haber visto los cuatro mecedores de bejucos en sitio distinto ni posición diferente: colocados en cuadro, en el centro de la sala, con la apariencia de que hubieran perdido la facultad de proporcionar descanso y tuvieran ahora una simple inútil función ornamental. Ahora hay un gramófono en el rincón, junto a la niña inválida. Pero antes, durante los primeros años del siglo, la casa fue silenciosa, desolada; quizás la más silenciosa y desolada del pueblo, con ese inmenso salón ocupado apenas por los cuatro mecedores. O como el seco ramo de sábila en el rincón opuesto al de la niña.

(Ahora el tinajero tiene un filtro de piedra, con musgo en el rincón opuesto al de la niña)*

A lado y lado de la puerta que conduce al dormitorio único, hay dos retratos antiguos señalados con una cinta funeraria. El aire mismo dentro del salón es de una severidad fría, pero elemental y sana, como el atadillo matrimonial que se mece en el dintel del dormitorio o como el seco ramo de sábila que decora por dentro el umbral de la calle.

Cuando Aureliano Buendía regreso al dormitorio, la guerra civil había terminado. Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas el título militar y una baja inconsciencia de su desastre.

Pero le quedaba también la mitad de la muerte del último Buendía. Le quedaba también la última ración de hambre. Le quedaba la nostalgia de la domesticidad y el deseo de una casa tranquila, apacible, sin guerra, con un quicio alto para el sol y una hamaca en el patio, entre dos horcones.

En el pueblo donde estuvo la casa de los mayores, el coronel y su esposa encontraron apenas las raíces de los horcones incinerados. Y el alto terraplén, barrido ya por los vientos de todos los días. Nadie hubiera reconocido el lugar donde hubo antes una casa. Tan claro y tan limpio como estaba todo, ha dicho el coronel. Pero, entre las cenizas donde estuvo el patio de atrás, reverdecía aún el almendro, como un cristo entre los escombros, junto al cuartito de madera del excusado. El árbol de un lado era el mismo que sombreó el cuarto de los viejos Buendía. Pero del otro que caía sobre la casa se estiraban las ramas funerarias, carbonizadas, como si el almendro estuviera la mitad en otoño y la otra mitad en primavera. El coronel recordaba la casa destruida. La recordaba por su claridad, por su desordenada música, hecha con el desperdicio de todos los ruidos que la habitaba hasta desbordarla.

Pero recordaba también el aire agrio de la letrina junto al almendro y el interior del cuartito cargado de recuerdos y silencios profundos repartidos en espacios vegetales. Entre los escombros barriendo la tierra mientras barría, encontró doña soledad un San Rafael de yeso con un ala quebrada y un vaso de lámpara. Allí construyeron la casa, con el frente hacia la puesta del sol; en dirección opuesta a la que tuvo la de los Buendía muertos en la guerra.

La construcción se inició cuando dejó de llover sin preparativos sin orden preconcebido. En el hueco donde se pararía el primer horcón, ajustaron el San Rafael de yeso, sin ninguna ceremonia. Tal vez el coronel no lo pensó así cuando hacía el trazado sobre la tierra, pero junto al almendro, donde estuvo el escusado, el aire quedó con la misma densidad de frescura que tuvo cuando ese sitio era el patio de atrás. De manera que cuando se cavaron los cuatro huecos y se dijo: «así va a ser la casa, con una sala grande para que jueguen los niños», ya lo mejor de ella estaba hecho.

Fue como si los hombres que tomaron las medidas del aire hubieran marcado los límites de la casa exactamente dónde terminaba el silencio del patio. Porque cuando se levantaron los cuatro horcones, el espacio cercado era ya limpio y húmedo, como es ahora la casa. Adentro quedaron encerrados la frescura del árbol y el profundo y misterioso silencio de la letrina. Afuera quedó el pueblo, con el calor y los ruidos. Y tres meses más tarde, cuando se construyó el techo; cuando se embarraron las paredes y se montaron las puertas, el interior de la casa siguió teniendo -todavía- algo de patio.

(*) Así terminaba ese párrafo en la versión escrita por García Márquez, en la versión de 1950; en el texto publicado en El Heraldo en 1952, le introdujo el cambio y lo mantuvo en las publicaciones posteriores.

1 Jacques Gilard. Crónica y el cuento. En Crónica. Nro. 6, Barranquilla. P,382,

2 David Medina Portillo, A cincuenta años de Cien años de soledad. El Equilibrista, Universidad de Guadalajara. Ministerio de Cultura Colombia. México 2017.

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