En la denominada generación del boom latinoamericano, conocida también como la del realismo mágico, se dieron otros grandes de la literatura, pero ninguno como García Márquez, capaz de escribir con una prosa tan transparente y pulcra
Ricardo Arenales
Cuando Gabriel García Márquez nació en Aracataca, un 6 de marzo de 1927, cuenta su biógrafo más autorizado, Gerald Martin, caía una tormenta que hacía sobrecoger a las mujeres, que no recordaban un fenómeno semejante en muchos años. Cuando el célebre escritor murió, 87 años después, en tierras aztecas, un temblor de significativo nivel en la escala de Richter estremeció a México, como anuncio premonitorio de que las entrañas de la tierra despedían a uno de sus hijos más queridos.
Tal vez esa estremecedora ligazón entre la vida y la naturaleza, ese contacto que desde niño se dio con las gentes humildes, del campo y la ciudad, verdaderos protagonistas de la historia, como dice la filosofía marxista, le dio la fuerza narrativa suficiente para la magia y el éxito de sus historias, plasmadas en más de once novelas, infinidad de cuentos, poesías, crónicas, libretos de cine y otros escritos memorables, que muy pronto trascendieron las fronteras de su patria.
Ya en el cenit de su gloria literaria, cuando muchos estudiosos intentaban explicarse la génesis del realismo mágico y de su estilo personal, García Márquez lo definió en estos términos: “la primera condición del realismo mágico, como su nombre lo indica, es que sea un hecho rigurosamente cierto que, sin embargo, parece fantástico”.
Con su obra más imperecedera, Cien años de soledad, no solo consiguió que el mundo entero conociera Aracataca, un pueblo famoso, aunque no tiene todavía acueducto propio, o que, dicho en otros términos, conociera a Macondo, sino que logró que el realismo mágico trascendiera el continente y se hablara de un país al que le asesinaron a los huelguistas de las plantaciones bananeras en 1928, que antes le habían matado a sus indios, que le llenaron los pueblos de negros traídos del África para que vinieran a trabajar como esclavos, que desde la Colonia obligaron a sus hijas a emparentarse con sus verdugos. Un realismo que aun hoy sigue siendo parte de la vida cotidiana.
Literatura poder
Con sus obras, Gabo logró que la literatura se distribuyera en las esquinas de los semáforos, que los vendedores del rebusque las ofrecieron, pirateadas, a mitad de precio; que en los cafés, donde los humildes entran a tomar tinto y a “arreglar el mundo”, se hablara de José Arcadio Buendía, de las historias de ‘mis putas tristes’, de Rosa Cabarcas, de Fermina Daza, en fin, que sus novelas se convirtieran en piezas de culto en los mercados de las pulgas.
La historia de una muerte anunciada ya no es noticia en Colombia, es parte de la cotidianidad de los colombianos, de esas historias de sangre y horror que cubren los titulares de prensa, tras los cuales se oculta el dolor de los humildes. Son historias de desplazados, de desaparecidos, de hornos crematorios en los campos paramilitares, de muertes de periodistas y sindicalistas.
Esa fue la temática de García Márquez en la mayoría de sus obras. Por eso se matriculó con la causa de los humildes, se hizo amigo de la Revolución Cubana, fue un facilitador en la búsqueda de la paz en nuestra patria. Y por eso, después de los montajes policiales bajo el gobierno de Turbay Ayala, debió exiliarse en México, país que lo acogió con cariño y lo vio morir.
Reconocimiento universal
García Márquez comenzó su vida literaria como reportero de El Espectador, en Bogotá. En esa época le pagaban tres pesos por crónica publicada y cuatro pesos por nota editorial, cuando faltaba el editorialista. Por esa época, publica su primer cuento, ‘La tercera resignación’, en septiembre de 1947. Vienen después los episodios del bogotazo, se traslada a Cartagena donde colabora en El Universal, y más tarde, en Barranquilla, escribe para El Heraldo.
En junio de 1967 publica Cien años de soledad, sin duda su obra emblemática. En una semana se vendieron ocho mil ejemplares. Hoy, traducida a más de 25 idiomas, ha vendido 40 millones de ejemplares.
Su obra más conocida, Cien años… ha obtenido numerosos reconocimientos. En 1969 fue declarada como “el mejor libro extranjero” en Francia. En 1970 se le clasificó como “uno de los mejores doce libros del año” en Estados Unidos. En 1972, García Márquez fue galardonado con los premios Rómulo Gallegos y Neustadt. En 1981 Francia le confiere el título de Caballero de la Legión de Honor, el máximo galardón que entrega ese país a un ciudadano extranjero, y en 1995, en Bogotá, el Instituto Caro y Cuervo publica, en dos tomos, su “Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez”.
Sobre García Márquez, a quien le gustaba que lo recordaran como el hijo del telegrafista de Aracataca, se conocieron en la última semana pronunciamientos al más alto nivel de estadistas, jefes de estado y de gobierno, academias, organizaciones sociales, del arte y la cultura. Desde Estados Unidos, un país que lo mantuvo en una lista negra de personajes peligrosos y por muchos años le negó la visa, el presidente Obama lo catalogó como uno de los más grandes exponentes de la literatura universal.
El boom latinoamericano
El gobierno chino hizo un pronunciamiento de Estado, reconociendo las dimensiones literarias de Gabo, y en Colombia, el gobierno nacional decretó tres días de duelo. Los representantes de la insurgencia en la mesa de negociaciones de paz de La Habana emitieron un comunicado en las primeras horas de conocido el deceso de Gabo, prometiendo que multiplicarían sus esfuerzos por alcanzar la paz en Colombia, esa con la que el escritor soñó toda su vida.
Hoy, el mundo literario, y el de la cultura en general, reconocen al novelista colombiano como uno de los autores más significativos del boom latinoamericano, junto a Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y otros. Uno de sus más caracterizados estudiosos, John Updike, anotó: “La obra entera de García Márquez contiene una buena cantidad de amor padecido como destino, como posesión demoníaca, como una enfermedad, que una vez contraída, no se cura con facilidad”.
En su madurez, nuestro Premio Nobel confesó en alguna conversación con los periodistas que escribía para que la gente lo recordara con cariño. Ese cariño ya lo tiene asegurado, de manera perenne. Algún día, más temprano que tarde, los hombres sencillos, en los que inspiró sus historias, alcanzarán seguramente una vida de paz, de trabajo honrado, de felicidad, de sueños cumplidos, como lo quiso siempre el hijo del telegrafista de Aracataca.