La Batalla llamada del puente de Boyacá, el 7 de agosto de 1819, determinó un encadenamiento de sucesos de alcance continental. Hace parte de una larga operación estratégica imaginada y concretada por Bolívar y su estado mayor, desde el Congreso de Angostura y la creación de la hipótesis de Colombia. La fuerza de los hechos aportará victorias decisivas que cambiaron el antiguo ordenamiento colonialista. Evocar su Bicentenario es evaluar su alcance histórico y su contraste y/ o coherencia con las realidades del presente.
En este discurrir de siglo y en el ambiente del post Acuerdo de paz, las cosas marchan por un camino distinto de aquel en que se construyó la república, hace doscientos años. No es lo menos inquietante que el jefe del Estado haya asumido en Nueva York, en nombre de Colombia, el poco honroso liderazgo de una gavilla intervencionista contra un gobierno legítimo, hermano y vecino, que no es nuestro enemigo mas que en una apologética ideológica anticomunista, que envenena los medios y la retórica oficial. El Estado colombiano se ha asociado a la OTAN, un pacto militar agresivo, que viene ajustando desde 2012 a una doctrina globalista, para demoler a su medida la vetusta arquitectura del sistema interestatal, asentado en el derecho internacional. En Oriente Medio, Ucrania, Siria, las “primaveras” del norte africano y los espacios subsaharianos, OTAN arremete con el propósito de domesticar estados o “gobernar” el caos. Libia, ahora a disposición del Comando yanqui para África, actuando desde Trípoli, es el claro ejemplo de estas demoliciones criminales.
Suramérica septentrional y caribeña está siendo puesta en este juego del poder imperialista y el instrumento es el gobierno colombiano con relación a sus países fronterizos, Venezuela y Nicaragua, cuyos gobiernos legítimos no son del gusto de Washington. Por eso se atiza la confrontación, a propósito de los migrantes venezolanos por razones económicas y se intenta, por fortuna sin éxito, despertar los peores instintos de odio y xenofobia.
Los gobernantes colombianos, en el post Acuerdo, se obstinan en mantener un desproporcionado ejército y en adquirir nuevas armas -a costa del presupuesto de educación y salud de su pueblo- para enfrentar una guerra internacional ajena, justo en el momento en que la tarea lógica es materializar y consolidar una paz interna, aún fragmentaria, desigual e incompleta. La “doctrina Damasco”, adoptada por el ejército nacional como línea de visión y misional, no ha sido resultado de un debate ciudadano, ni siquiera es de conocimiento general y, al estudiarla, se encuentra que es la traducción de los manuales estadounidenses para el despliegue militar espacial transnacional, por encima de la soberanía de los Estados y de los pueblos. Su complemento, es la “guerra jurídica” que el presidente Duque y su Canciller asumen ante la CPI contra Venezuela.
Nunca imaginaron los libertadores de Boyacá que se pudiese llegar a tal grado de abyección y renuncia al significado de la república como creación colectiva. Nunca, que se pudiera regresar a un nuevo colonialismo, “consentido” frente a las potencias capitalistas del norte y que los gobernantes de la oligarquía traicionaran la historia y la memoria de la identidad común. El deber nuestro, es vincular la conmemoración Bicentenaria de Boyacá a la consolidación de la paz con justicia social en el plano interno y a la construcción de una política de paz, no intervención, cooperación y unidad para América Latina y el Caribe, dentro de la Proclama de Celac de 2014 como continente de paz y desnuclearizado. Colombia debe salir de la OTAN y regresar a sus raíces bolivaristas y latinoamericanas.