Juan Guillermo Ramírez
Soledad, abandono y sensación de amor, tres estados de ánimo que se reúnen en un solo espíritu, encarnado en el trabajo de Ingmar Bergman (1918-2007) y que siempre nos vuelve a sacudir, una y otra vez, despertando en el alma de los fieles espectadores de sus obras, las más nostálgicas añoranzas.
Ingmar Bergman no sólo ha sido fuertemente influido por la obra pionera de la cinematografía sueca sintetizada en Stiller y Sjostrom, sino también por sus profundas afinidades con el dramaturgo August Strindberg. No solía escribir de su obra, pero cuando lo hizo, me refiero a sus películas que se iban formando lentamente en su cerebro dijo: Están durante mucho tiempo en una región crepuscular, y si las necesito, he de ir a buscarlas a esa penumbra y encontrar allí conexiones, personas, situaciones. Los rostros vueltos a otro lado hablan, las calles extrañas y las vistas maravillosas se pueden distinguir a través del vidrio de la ventana, en la oscuridad brilla un ojo que se transforma en una brillante piedra preciosa y se rompe con un chasquido cristalino. La plaza abierta en la media luz otoñal es un mar, las ancianas se ensombrecen, los árboles retorcidos y las manzanas se convierten en niños que juegan a hacer castillos de arena en la playa azotada por las olas.
Y así uno se encuentra íntimamente acorde con las armonías y ritmos que rigen su cine, porque bajo la aparente falta de objeto en la vida de sus personajes y el acervo pesimismo de sus mejores obras, hay un ideal lógico, absoluto. La supremacía del individuo es incuestionable; lo que merece condena, y esto lo logró Bergman, es la cruel sociedad.
Sus protagonistas son seres marginales, por su egoísmo o su calidad existencial, artística. Con amplia visión, encuentra una doctrina positiva que mejorará lo que es fundamentalmente una vida miserable. Este lenitivo es el amor sencillo y puro. Si lo hay entre hombre y mujer, pueden aguantar no sólo las fatigas del mundo, sino también el miedo a la muerte. No siendo la vida humana más que un instante, el amor es por su propia naturaleza la alegría y la fe momentánea. Su estilo es declaradamente ecléctico, recurre a los métodos expresionistas para las secuencias al aire libre y a la tradición surrealista de Luis Buñuel para su interludio onírico. Su película Noche de circo es su hito decisivo para su carrera como director. Fue comercialmente un fracaso, pero muestra la decisión inquebrantable de seguir con el tema de la “pareja humana”. Las máscaras del teatro encubren, lo mismo que rostros, intenciones genuinas. Todos los hombres tratan de vivir su apariencia. El momento de la verdad es aquel en que, arrancada la máscara, queda el rostro descubierto. Una de las características más duraderas del cine sueco y fácilmente visibles en Bergman, es el conflicto entre vida y muerte; curioso hecho, que se repite en la existencia humana. En el mundo ilusorio de Bergman, la felicidad se fundamenta en la armonía sexual. Como a Antonioni, a Bergman le fascina el síndrome femenino. Son sus hombres seres patéticos, transparentes, que alternativamente divierten y asquean a sus mujeres. Las mujeres del universo bergmaniano están expuestos a más sufrimientos y son más fáciles de engañar: hay en ellas cierto grado de misterio y una resolución que no tienen los hombres, pero su confianza en sus impulsos suele perderlas. Por lo general, Bergman aísla a sus personajes de la sociedad. Solamente cuando están solos y en libertad de concentrarse en sus pensamientos y en las personas inmediatamente cercanas a ellos, puede confiar en que se descubran. Sus comedias son una reacción a sus helados sondeos del alma humana. Los momentos de alegría perfecta son siempre los más peligrosos. Hay un perpetuo temor (y temblor) de que la felicidad se acabe, como el verano. La verdad, seguramente intenta ocultar un pesimismo profundo. Él mismo había sentenciado que después de Fanny y Alexander se retiraría definitivamente del cine. Nadie le creyó y fue verdad. Continuó con su vieja pasión: el teatro intimista.
Vale la pena transcribir dos opiniones de dos directores contemporáneos sobre Ingmar Bergman: de Federico Fellini: Como un trovador medieval, es capaz de sentarse en medio de una sala y fascinar a su público contándole cosas, cantando, tocando la guitarra, leyendo poesía, haciendo juegos malabares. Tiene la propiedad seductora de hipnotizarnos. Aun cuando no estemos enteramente de acuerdo con lo que diga, nos gusta el modo de decirlo, su intensa visión del mundo. Es uno de los creadores cinematográficos más completos que jamás haya visto. De Jean-Luc Godard: El cine es un arte. No es un trabajo de equipo. Uno siempre está solo, en el escenario y ante la página por escribir. Y para Bergman, estar solo es hacerse preguntas. Y hacer películas es contestar a esas preguntas. Imposible ser más tradicionalmente romántico.
Una pasión que crece y cambia
Ciertamente Bergman se ve como un artista del espectáculo, que al mismo tiempo engaña al público y le da algo de valor por su dinero. Y el mismo realizador sueco lo constata cuando afirma: Jamás dejo de sentir el deseo irrefrenable de gustar, de acongojar, de mortificar, de herir. Como siempre, para cerrar un período, el que le sigue a la famosa trilogía y que se termina con El rito para abrir otro, el de Gritos y susurros hasta Fanny y Alexander, Ingmar Bergman regresa al teatro para reflexionar sobre su (el) cine. Un hombre, Andreas Winkelman, vive solo en una isla. Es interpretado por uno de sus actores fetiches: Max von Sydow. El realizador interviene en el rodaje, interroga al actor sobre el personaje. Andreas lee la carta de ruptura de otro Andreas, aquel que relata las relaciones que mantiene con Anna. Inútil detenerse en la búsqueda de un suspenso, colocarse en el corazón de la intriga que se desdobla en una multiplicidad de ritmos lentos o acelerados, en una pieza habitada por sombras de muertos, de violencias absurdas, de comunicaciones imposibles, entre personas que no dejan por tanto de volver el uno al otro, comprendiendo esto a través de otras películas de Bergman: la pesadilla de Anna (la infaltable Liv Ulman) parece ser la continuación del personaje que ella misma interpretara en La pesadilla. El hilo conductor es ante todo, la puesta en escena, y más precisamente, la escritura propiamente fílmica. Los sentimientos de los personajes afectan la película misma, que se sobreexpone o cambia de grados en la medida en que se varían los estados de ánimo. Este paso fácilmente podría darse en un terreno absolutamente abstracto o superficial. Con Ingmar Bergman, la pasión por el dolor y el sufrimiento, la comunicación amorosa, las tensiones mentales que producen la incertidumbre del amor, de la espera, se revela física y sensiblemente a través del juego de los comediantes, un juego absolutamente carnal, a flor de piel y al borde de los nervios. Los gestos, los planos agrandados de Liv Ulman, los diálogos que adquieren importancia más en su sonoridad que por lo que se expresa en ellos, su ternura o su violencia más que por su sentido de certeza o de mensaje, le dan toda su fuerza y su belleza a esta película rara, tardíamente descubierta.
El infierno de las buenas intenciones
Atravesando un largo verano de 1988, Ingmar Bergman regresa para instalarse en su gran mansión ubicada en la Isla de Faro. Ha decidido escribir la historia de su padre y de su madre. ¿Qué tenía para este proyecto? Fotografías. Unas se remontaban a momentos de los años 1800, las otras llegaban hasta 1960. Bergman, retirado del cine pero aún atrapado en las redes de la imagen, examina con una necesaria lupa, las caras, los gestos, las miradas, las joyas, los lugares, los paisajes, las luces de la estación que ya se acaba. Secretamente se da cuenta en ellas que ya casi va a comenzar el invierno, que las ropas que cubren los cuerpos de los retratados se han rendido a un silencio definitivo por la muerte y el olvido. Entonces decide, como creador, darle una vez más vida a este universo. Escribe algo que está a lo largo del coloquio de fantasmas, de la crónica soñada. Habla, de estos tiempos que él no conocía pues sus padres son evocados en su juventud, antes de su nacimiento. Curiosamente, al filo de las páginas de un libro que ni es novela no guión, como es Las mejores intenciones o que tal vez sea el resultado de una mágica mezcla de ambos, se tiene la impresión de encontrar la residencia del verano que radiaba, saturada de sol, en la película Fresas salvajes, rodad en 1957. Bergman hace desfilar los años con descripciones breves pero profundas, para mostrar el lado oscuro de los tiempos en que se descubre la juventud, la melancolía, el encanto un poco loco de esa mujer, Anna, que se convertirá en su madre. Él trabaja como si estuviera detrás de cámaras, en el eterno claro-oscuro, sondeando la expresión gestual de su madre, cercana a esa plenitud carnal de su belleza animal, turbia e inocente; y allí se vuelven a ver esas caras tomadas de las profundidades psicológicas, de los conflictos internos que habitan toda alma humana, como se puede apreciar en Secretos de mujeres, en 1952. Pero ¿por qué todo este pasado? ¿Acaso Ingmar Bergman visita nuevamente sus antiguas películas? Sin duda, pero él las cubre con el velo de la noche fúnebre, alimentándoles vida con sombras insensibles. Escribe como un testigo fiel que nunca fue, sobre la historia de sus padres, en una reconciliación que no estaba latente en sus películas en la década de los años 50 y 60. Medita en voz alta; se le alcanza a escuchar la voz profunda de las almas que lo han, siempre, ocupado. A menudo, él fractura la narración casi lineal, cayendo en la necesaria digresión. Y nos explica entonces, que el reloj que siempre usaba su padre, estaba ahora en su mesa de noche al mediodía de su muerte. Y cuando se detiene el corazón, el reloj deja de andar. Pero él como escritor y como cinematografista, remonta el tiempo, juega con las imágenes, camina entre el polvo gris, en el alba al lado de sus padres; ellos están jóvenes. Y los acompaña con su inmenso talento. La película Las mejores intenciones realizada por el danés Bille August –el mismo de Pelle el conquistador– es una obra fascinante en donde la violencia de las pasiones está equilibrada por la serenidad de la puesta en cámara. Una vez más se trata de los padres de Bergman, a quienes ya habíamos visto en dos obras prodigiosas, Fanny y Alexander y en el libro “Linterna mágica”. Cómo una sociedad pesa en una pareja, cómo de generación en generación los comportamientos neuróticos y conflictivos se reproducen, cómo los seres humanos se encierran en sus delirios…