Jacques Rivette o el escondido resplandor existencialista

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«Hay una ausencia de de búsquedas superior a todo logro; hay un abandono más bello que todo impulso, un desnudamiento inspirado más alto que la interpretación más asombrosa de toda diva”, Jacques Rivette (1928-2016)

Juan Guillermo Ramírez 

Considerado el alma secreta de la banda de los cuatro (con Godard, Rohmer y Truffaut), el pensador oculto, el censor, la conciencia y la voz del grupo de la nueva ola, el ‘padre Joseph’ como lo llamaban, redactor en jefe de Cahiers du Cinema, ocupando el puesto que dejó Rohmer en el 63 y hasta el 65, pero escribiendo allí desde el 53.

Jacques Rivette nace en Rouen en 1928, a los 21 cuando se radica en París ya había realizado su primer corto: Aux quatre coins y al no poder entrar al Institut des Hautes Etudes Cinématographiques, siguió formándose escondido en la sala oscura de la Cinemateca Francesa. En 1950 se une al Cine Club del Barrio Latino y escribe críticas para la revista Gazette du Cinema. Esta es la década en la que realiza Le Quadrille (1950) producida por Godard y Le Divertissment (1952). Junto con Godard, es reconocido como uno de los directores más experimentales e influyentes de esta tendencia.

Pero también el más escondido.

Sus historias suelen desarrollarse de manera poco convencionales. Mezcla el romance, misterio y comedia e incluye escenas improvisadas. Sus películas se destacan por su excesiva longitud, como Out 1 de 1971 de más de 13 horas de duración, con una versión reducida de 4 horas y media. Martine Marignac, su productora dijo alguna vez que producir una película de Rivette significa una presencia cotidiana, permanente, de una duración indeterminada. Su método consiste en no escribir un guión, en no tener nada más que apuntes, él lo llama esqueleto, lo que supone, en términos de producción un diálogo constante con la puesta en escena ya que para presupuestar la película hay que hablar todos los días porque cada día aprendes algo más de lo que va a ocurrir en el rodaje. Frase que ilustra una de las vertientes del más atípico, el menos prolífico, el más esquivo, el menos citado, el más olvidado de la nouvelle vague.

Y el más escondido.

De aquellas nacientes películas que configuraron una forma diferente de entender el cine, París nos pertenece es una de las menos mencionadas. Posiblemente es la más excesiva de todas, con sus 141 minutos de metraje que sustentan una prolongada inspiración conspiratoria dedicada a Roberto Rossellini. Pero quizá sea la que mejor evidencia cómo esa corriente de pensamiento, que en aquellos años estaba en boga, era transpirada por los jóvenes turcos. Es la más existencialista desde su argumento y parte de la investigación conducida por una joven estudiante y el suicidio de un republicano español emigrado a Francia. Se presencian varios aspectos que permiten atestiguar cómo Rivette, el teórico de la ‘política de autores’, entró en la modernidad. Destaca la construcción del personaje protagonista que emerge desde el rol femenino clásico unidimensional para configurarse como una personalidad acorde con los nuevos tiempos de los años 60. La mujer se introduce en un ambiente parisino poblado de estudiantes, aficionados al teatro independiente y exiliados izquierdistas. Allí se esconde.

Jacques Rivette participó en una histórica mesa redonda en torno a Hiroshima mon amour en la que afirmó que este filme era cubista, ya que dicho arte establecía una especie de reconstitución de la realidad a partir de cierta fragmentación que puede parecer arbitraria al profano. Algo similar  encontramos a lo largo de la obra de Rivette: la acumulación de situaciones sin aparente causalidad que se unen por acumulación, dando la impresión de que no existe una estructura regida bajo un signo organizador. Se trata de una narración temeraria que tiene la desmesura como su principal afirmación. Rivette reedifica la realidad desde la superposición de coyunturas. Esta propuesta novedosa que deconstruye el cine académico, supone exigencia para el espectador: lo seduce con elementos de tensión y luego le niega el placer detectivesco, ese placer escondido.

Su estilo discursivo, nota común de las individualistas proposiciones de la Nouvelle Vague, se interesa por aprehender una vivencia colectiva existencial. Jean Paul Sartre resuena con fuerza en personajes desplazados y angustiados que conforman las nuevas generaciones escépticas ante el legado que heredan. Pero si Sastre consideraba que el hombre es un proyecto que se vive subjetivamente y que la existencia precede a la esencia, Rivette registra en sus imágenes la zozobra de las nuevas generaciones y su naufragio ante una sociedad enferma. El miedo al totalitarismo y la presencia de gobiernos dictatoriales, hacen emerger la paranoia que nubla el proyecto lanzado al porvenir representado por todo hombre, tal como creía Sartre sin haberse escondido.

No teniendo más historias que contar, se tomará como objeto y será capaz sólo de contar su propia historia. Esta cita sobre el cine es aplicable a Céline et Julie vont en bateau. A partir de 1974, la película se convierte en una de sus creaciones más conocidas. Es el resultado de un trabajo de equipo en que las actrices, colaborando en el guión, elaboran sus sueños de la noche anterior a cada día de rodaje. La película no deja de indicar la fuerte influencia de otras y de libros, historietas y comedias que el director conocía de antemano. Por eso trae recuerdos de Alicia de Lewis Carrol, que van bogando por el sueño y de él regresan para volver a empezar y también de la balada The Hunting of the Snark, en la que un grupo de personajes se embarca para cazar un animal imaginario en un barco que navega en círculo. Con esta película, el cine surrealista vuelve a despertar el interés de un público no reducido. El hilo narrativo se forma como una caprichosa sucesión de actos, gestos y comentarios, propia de prestidigitadores. Para Rivette, la repetición es un elemento básico del mundo configurado. El arte y la vida, son una repetición con algunas alteraciones. La comedia pretende llegar a una resolución, pero en sus películas, eso no parece ser tan evidente, tan no conocido.

Su cine alcanzó el reconocimiento gracias a la censura. Fue en 1965 con La religiosa, una libre adaptación de la novela iluminista de Diderot, donde la batalla por la libertad llevada adelante por una muchacha forzada a tomar los hábitos, pintaba con aspereza el conflicto entre la conciencia primaria del bien y del mal y el moralismo de la sociedad. Estuvo dos años prohibida en Francia por su anticlericalismo. El cine de Rivette no es fácil ni se conforma con la contemplación pasiva del espectador. Además de la inusual longitud, es deliberadamente desafiante, desecha la fácil asimilación y exige un nivel de atención. Por algo ha expresado su creencia en un cine ideal que impulse a sus espectadores a ir contra la corriente, rechazar las convenciones sobre narrativa y técnica fílmica y a tratar temas más amplios. A los 79 años, después de construir durante cuatro décadas una obra que abunda en títulos provocativos y relevantes, Rivette sigue dando la espalda a la tradición cinematográfica y propone historias que desafían la percepción del cine y de la vida, de la relación entre uno y otra. El conflicto entre realidad y representación es un tema habitual, así como el complot, el juego, los laberintos, la fragilidad de las relaciones humanas, el empleo de la improvisación, la búsqueda de lo significativo en la banalidad de la vida cotidiana y la experimentación sobre la estructura, son apenas algunos de los rasgos distintivos de este cineasta puro, como lo definía Serge Daney. Y esto se ve en La bella mentirosa (1991), con su carga autobiográfica y su meditación sobre la relación entre el artista y el mundo que lo rodea; Quién sabe (2001), entre la vida y el teatro pero con el aire rohmeriano de una comedia intelectual y en La historia de Marie y Julien (2003). Dos mujeres que no tienen por qué esconderse.

Rivette es uno de esos cineastas rigurosos, de mente matemática que se descubre a sí mismo construyendo por oposición al otro y sólo vuelve a sí mismo cuando renuncia al control. Sus películas consiguen estar distintivamente marcadas por su propia búsqueda y sensibilidad. En su cine hay una serie de asociaciones visuales y sonoras -un tejido de relaciones, una arquitectura de contactos, animada y suspendida en el aire, según él mismo lo ha expresado- que resultan plurales y ambiguas como para creerlas animadas por un solo par de ojos. En el arte de Rivette, las hilanderas se han puesto a trabajar juntas a la misma hora del dia. No es un cine para ese espectador que no comparta la partida, que rehúse mover pieza y prefiera permanecer aletargado contemplado sólo la banalidad. Eco le llamo a ese juego ‘obra abierta’; pero también podría haberle llamado partida libre.

Develado.

Según Serge Daney, Rivette es uno de los grandes filmadores del cine francés. Devorador de imágenes, es un cineasta puro, es decir, alguien que no tiene un tema, que desconfía de los temas. El mundo rivettiano está hecho de las maquinaciones de los intrigantes y del pánico escénico de los actores. Las películas de Jacques Rivette siembran la narración de imágenes que parecen abrirse a otras ficciones o que apuntan hacia el reverso del film que estamos viendo. Es un cine lleno de fisuras y atisbos, un cine que suele necesitar bastante metraje para capturar ese fluir sosegado -diurno y nocturno- de los acontecimientos; la cadencia de un rodaje que acostumbra a ser permeable a la improvisación y a los cambios inesperados. Una obra que concibe el gesto de creación como una sinécdoque: explicar el escenario del mundo -en el que interviene el cine, el teatro y la magia- a partir de algunos movimientos, miradas y contactos. Cada imagen parece desenfocarse y propagarse en haces de muy diversas tonalidades. El filme rodado apela así a las películas que se quedaron en el camino, protegidas por la memoria de un hombre que yace escondido.

Como debe ser.