La partida del líder comunista español nos debe recordar que hay cosas en la política que siguen siendo importantes: la solidez en las ideas, la argumentación ilustrada y el respeto por el contradictor. Sus seguidores y rivales siempre supieron qué esperar de él, lo respetaron y lo reconocieron como uno de los faros de la izquierda europea
Roberto Amorebieta
@amorebieta7
Cuando se busca una idea que sintetice la figura de Julio Anguita, desde todas las orillas ideológicas se escucha de forma unánime la palabra coherencia. Fue el referente más importante de la izquierda española en los últimos cuarenta años y curiosamente su influencia y el respeto que generaba igualmente entre aliados y adversarios fueron creciendo aun después de su retiro de la política activa.
Julio fue un hombre que reunía en sí mismo algunas de esas virtudes extrañas a los políticos de la actualidad como la veracidad, la autocrítica y el sentido del honor. Más allá de su carácter austero y exquisito -en todo, su apariencia, sus palabras y sus gestos-, su importancia histórica radica en que siempre practicó una política de debate, de argumentos y de inteligencia, denunciando las injusticias del capitalismo salvaje, la precariedad democrática del régimen político español y la hipocresía que se esconde tras la Europa del capital, incluso en momentos en que sus opiniones eran ridiculizadas. Hoy el tiempo le ha dado la razón.
Una vida de lucha
Historiador de formación y maestro de profesión, se unió al Partido Comunista en los años 70 cuando se escuchaban los últimos estertores de la dictadura franquista. Luchó contra el régimen dictatorial y fue protagonista de la legalización del Partido en 1977, contribuyendo a la llamada “Transición” y al restablecimiento de un sistema representativo. Fue elegido alcalde de la ciudad de Córdoba en 1979, cargo que ocupó por siete años. El 1986 lideró la iniciativa de organizar un frente de izquierdas que se materializó en la formación de Izquierda Unida y en 1988 fue elegido secretario general del PCE y coordinador general de IU. En 1989 fue elegido diputado, cargo que ostentó hasta 2000, año de su retiro de la vida política.
Asumió la conducción del Partido y de IU en un momento muy difícil para los pueblos de España, para la izquierda y en particular para los y las comunistas. No solo tuvo que cargar con el lastre de haber sido protagonista de la Transición, algo que no pocos puristas y ultraizquierdistas no le pudieron perdonar, también tuvo que afrontar el vendaval que supuso para la izquierda del mundo entero la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética.
En cuanto al papel de los comunistas en la Transición, Julio siempre sostuvo -haciendo gala de un sentido implacable de la real politik– que “se hizo lo que se pudo”. Contradiciendo lecturas maximalistas dentro de la propia izquierda que pedían “revolución o muerte”, comprendió el momento histórico y entendió que la construcción de un Estado Social de Derecho y la reivindicación de las clases trabajadoras eran una oportunidad histórica que el Partido no podía desaprovechar. No obstante su reconocimiento a la Transición y a la monarquía, nunca tuvo temor en denunciar las carencias democráticas del régimen político español, así como tampoco dudó en proclamar el carácter republicano del Partido.
El reto neoliberal
Tal vez su mayor reto lo tuvo durante el decenio de 1990 cuando fue secretario general del Partido tras el desplome del socialismo real. En aquellos años se vivió un irritante triunfalismo neoliberal. La Unión Soviética y los regímenes de Europa oriental habían caído, los Estados Unidos se proclamaban como los amos del mundo -recordemos la doctrina del Nuevo Siglo Americano- y el neoliberalismo se expandía sin control por todo el globo. Fueron años de consumismo, superficialidad y desparpajo. La canción de 1995 “Todo vale” del argentino Gustavo Santaolalla resume bien el espíritu de la época: Todo vale porque todo se permite y todo vale en cuanto todo tiene un precio.
En aquel momento, en España el panorama tampoco era alentador. El PSOE llevaba en el poder desde 1982 pretendiendo defender las ideas de izquierda, pero implementaba sin rubor las más vergonzosas medidas neoliberales e integraba a España en la OTAN. La expansión económica y eventos como la exposición mundial de Sevilla de 1992 y los Juegos Olímpicos de Barcelona en el mismo año, hacían sentir a los españoles como ciudadanos del primer mundo que abrazaban con entusiasmo las ideas de la competencia individual, la desregulación del mercado y la acumulación de riqueza como el único fin posible.
En aquel ambiente de unanimismo del libre mercado y de endiosamiento de la iniciativa privada, Julio se atrevió a llevar la contraria y se consagró como una de las poquísimas voces críticas que señaló sin reparos las consecuencias indeseables del modelo económico y de la ética neoliberal. Se recuerda un discurso suyo en la Fiesta del PCE de 1996, cuando se atrevió a defender ideas consideradas en ese momento obsoletas o ridículas, pero que hoy son parte fundamental de la agenda de la izquierda en Europa y en todo el mundo.
Ante el neoliberalismo que empobrece a millones y arrebata la dignidad a las personas, Julio defendió la necesidad de recuperar el espíritu del Estado Social de Derecho. Ante la debilidad y la hipocresía de los socialdemócratas, llamó a la coherencia, a releer a los clásicos del marxismo y a luchar sin descanso por reivindicar los derechos de la clase trabajadora. Ante la precariedad democrática, llamó al ejercicio activo de la democracia a través de la movilización social. Ante la ideología del individualismo y la competitividad, llamó a la solidaridad, a la generosidad y al internacionalismo. Ante el embrutecimiento al que está sometida la gente, invitó a la educación, a la pedagogía y a comprender que los medios son medios, la palabra es el fin.
“Programa, programa, programa”
Como buen leninista, Julio fue un obsesivo de la unidad de las fuerzas de izquierda. No obstante, siempre insistió en que la unidad no debe ser una foto ni una coalición electoral momentánea, sino una construcción alrededor de un programa conjunto. “Programa, programa, programa” fue su consigna favorita. Rompió con los moldes de los esquemas tradicionales de organización dentro de la izquierda, saliéndose de la dicotomía “partido o movimiento” y proponiendo una nueva fórmula: el “movimiento-partido”, es decir, impulsar la más amplia convergencia de sectores, pero conservando la identidad de cada uno, ya que la unión no tiene que ser orgánica sino programática.
Durante su liderazgo, fue objeto de la más feroz campaña de desprestigio mediático que se haya conocido en la historia de España, más aún que la desatada recientemente contra Unidas Podemos. Irónicamente, su principal malqueriente no fue la prensa de derecha sino el grupo Prisa -supuestamente progresista- a través de sus principales medios: La cadena SER y el diario El País. Se dice que de aquella hostilidad proviene el recelo que existe aún entre los socialistas y los comunistas españoles.
Julio, en palabras de Alberto Garzón, no fue un político de este mundo, porque su mundo político no fue el de la demagogia y el insulto sino el de la deliberación respetuosa. Fue un convencido de que en política las formas importan. Su delicadeza, su argumentación impecable, su sobriedad, su humildad (detestaba las fotos con desconocidos) y sobre todo su coherencia le hicieron ganarse el respeto de rivales y amigos.
Que la tierra te sea leve, maestro. ¡Salud y República!
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