La conquista de nuestra voz común

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Jose E. Rubio

Hay una Colombia que nunca se ha postrado ante la imposición de la paz de los sepulcros que anhelan los acaparadores del goce; bien fuera por azar o por una intencionalidad decidida, hay en quienes habitan una profunda convicción que se ha construido y se ha logrado mantener en medio de la adversidad más atroz. Al ruido ensordecedor, al tremendo intento por todos los medios de acallar las voces interiores, le ha salido al paso una voz común que todavía late a destiempo.

Aquella convicción se ha debido defender, unas veces, con los gritos pavorosos y los golpes templados como el acero, la ira desata y abren monte. Lo ha hecho, en otras, con la mirada, la palabra, la caricia y el silencio laborioso que, atemperados por la esperanza, han trazado senderos repletos de dignidad.

Quienes en esta defensa fueron expulsados de la vida a bala limpia no escribieron en los pergaminos oficiales: no hacía falta. Lo hicieron en los territorios que los enemigos de la paz intentaron ocupar y saquear y no pudieron; en los ríos a los cuales los mercenarios arrojaron los cuerpos despellejados cuyo cauce no consiguieron desviar; en las conciencias que con torturas y distracción mediática los poderosos intentaron tornar tabula rasa y no lograron.

Los que entraron a los territorios disparando a quemarropa han grabado a fuego, sin saberlo, aquello que tanto pretendieron borrar de la faz de la tierra. Lo sienten quienes con el telurismo del poeta Aurelio Arturo han dicho: “Toda la noche / sentí que el viento hablaba, / sin palabras.” Lo saben aquellos que asombrados ante la violencia que pretende arrasar repiten temblorosos el poema de José Manuel Arango: “Y no les duele un hueso no dudan / ni sienten un temor van erguidos / y hasta se tutean con la muerte / Yo no sé francamente cómo hacen / cómo no entienden.” Lo viven quienes han hecho suyo el gesto del personaje de El coronel no tiene quien le escriba, que raspando la lata del café prepara la única taza para la cual alcanza y la lleva a su esposa:

-Y tú -dijo.

-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.

Bien se refería Alfonso Reyes, aquel portento latinoamericano, a la literatura como una suerte de depósito que “contiene los indicios más preciosos sobre nuestras moradas interiores.” Estas narraciones pueden ser vistas como historias desarticuladas, absolutamente independientes. Y sin embargo, si se las ampliase, si se las profundizara, podrían llegar a cobrar un nuevo sentido y con ello poner en evidencia que son todas las otras historias, todos los nombres olvidados, todos los días y noches padecidos. Allí está el asidero y el arduo trabajo que tenemos para continuar con la conquista de nuestra voz común. “Caminar la palabra”, hemos escuchado.

Dicha voz común hace parte de la América Latina que han intentado avasallar y reducir a la impotencia, que han intentado dividir con odios entre los pueblos, acudiendo a la xenofobia y el racismo. Nuestra América no es una denominación producto de un formalismo teórico elaborado tras un escritorio –formalismos de la cómoda indiferencia que nada nos interesa- como de una historia que se cruza una vez tras otra, que reclama y disputa su lugar en el mundo para lograr otro mundo que no es el del futuro lejano sino que se ha estado alzando ya en los campos y barriadas, en los cuerpos, en las canciones del ahora, en la ira y la esperanza que han recorrido este continente.

No triunfarán los anhelos de quienes se niegan a una construcción colectiva y sobreponen al bien común el arribismo individualista; no triunfarán quienes con rumores, mentiras y deslealtad pretenden ocultar la serena verdad y fidelidad que la memoria de la gran nación de los comprometidos de entre los desterrados de la tierra cuidan y mucho menos triunfarán quienes aceptan la violación y el abuso, la destrucción a toda costa de los otros, cuando es claro que la protección del “nosotros”, del “todos” constituido por el “cada uno”, es la única opción para hacer posible la auténtica realización individual a la altura de las conquistas humanas, de la voz común que todavía late a destiempo.

Y no triunfarán sencillamente porque la historia artificial que han pretendido imponer no está a la altura y no tiene la profundidad que la nuestra, que aquello que no podemos olvidar y que de ser necesario debemos, como en Cien años de soledad, resguardar alzando el dedo y poniendo notas por doquier. La segunda oportunidad sobre la tierra tiene un acumulado que aunque maltrecho nunca ha abdicado.