
Lo ocurrido es la expresión de una crisis que va más allá de lo deportivo, tocando las fibras de la política, el poder y el negocio en el que se ha convertido el fútbol
Óscar Sotelo Ortiz
@oscarsopos
Cuando el referee serbio Milorad Mažić pitó el final del partido en Kazán, el camino de latinoamérica en la Copa Mundo de la FIFA en Rusia, llegaba a su fin. La selección de Bélgica eliminaba con argumentos y buen fútbol al ultrafavorito Brasil. El resultado, que no refleja el contundente partido de los europeos, se decantaba en un 2-1 que le da tiquete de semifinal a una de las más completas selecciones del mundial.
Ese viernes 6 de julio, pero en horas de la mañana y en la ciudad de Nizhni Nóvgorod, caía el seleccionado de Uruguay frente a una sorprendente escuadra francesa, que con pragmatismo futbolístico y superioridad física, superaba en el resultado con un categórico 2-0. Impotentes, sin Edinson Cavani y con un Luis Suárez neutralizado, la selección charrúa le decía adiós a la gesta mundialista.
Estas dos derrotas en cuartos, sumadas a las caídas de Argentina, México y Colombia en octavos de final, dibujan hoy un triste epilogo de la presencia latinoamericana en Rusia 2018. Pasados dieciséis años desde la última victoria de Brasil en el mundial de Corea y Japón, la constante para el continente han sido fracasos y desilusiones.
Aunque la prensa deportiva lo registró sin mayor profundidad como uno de los muchos “batacazos” del mundial, en el fondo, lo ocurrido es la expresión de una crisis que va más allá de lo deportivo, tocando las fibras de la política, el poder y el negocio en el que se ha convertido el fútbol.
Más allá del fútbol
En América Latina el fútbol se vive de otra manera, donde pasión y emotividad marcan una clara diferencia con respecto al balompié que se experimenta pasando el Atlántico. Los clásicos Boca-River en Argentina, Peñarol-Nacional en Uruguay, Corithians- Palmeiras en Brasil, sólo para nombrar algunos, son un ejemplo de como el evento deportivo va más allá del fútbol, pues al ser un fenómeno cultural de fuerte apropiación popular lleva al límite los vínculos de comunidad y de identidad social.
“El fútbol es un hecho cultural y es de la gente” advierte el entrenador argentino Ángel Cappa en el programa Fort Apache dedicado a este deporte. Quien juega el partido, va a la cancha o mira el compromiso por televisión, es un ser que existe bajo un mundo particular. En este sentido es improbable desligar el fenómeno futbolístico de la realidad social, que para el caso particular latinoamericano experimenta rasgos que lo hacen excepcional, por lo tanto un fútbol original.
Una historia original
Desde el mismo momento en el que el pequeño estadio de Pocitos en Montevideo, Uruguay, dio inicio al primer partido de un mundial profesional de fútbol de la FIFA, el público quedo cautivado con el juego que emanaba del continente. Las anécdotas son múltiples y residen en la propia historia de los mundiales.
Aquel maracanazo que propinó el seleccionado uruguayo ganando la Copa Mundo del 50 al anfitrión Brasil frente a doscientos mil personas expectantes. La magia que explayó en Suecia 58 un pequeño de 17 años inscrito en la nómina como Pelé y que llevó a Brasil a reconciliarse con su propia historia futbolística al ganar su primer campeonato del mundo. La destreza de Manoel Francisco dos Santos, Garrincha, el mejor extremo derecho de toda la historia que acarreó el segundo título carioca en Chile 62.
La final de México 70 y la consagración del rey Pelé, que con un 4-1 arriba de Brasil sobre un combativo seleccionado italiano, conducía la dramática sentencia de la prensa inglesa quien comentaba que “debería estar prohibido un fútbol tan bello”. O aquella frase del técnico argentino César Luis Menotti en la charla técnica antes de la final que ganarían a Holanda en el 78 con dos goles de la estrella Kempes: “cuando salgan al campo, no miren hacia al palco, miren a la tribuna. Allí está el pueblo”, aludiendo a la Junta Militar que gobernaba en dictadura a la Argentina.
Recordar la gloria albiceleste de México 86, quien comandadas por un indomable Diego Armando Maradona, se imponía frente a un seleccionado alemán con un 3-2 a su favor; mundial del que se recuerda el partido de cuartos de final, donde la Argentina se imponía contra Inglaterra con dos goles de Maradona, la mano de Dios y el gol más lindo en mundial alguno, llevando la confrontación de las Malvinas al campo deportivo. Y la última épica generacional alcanzada nuevamente por Brasil en Estados Unidos 94 de la mano de Romario, Bebeto, Dunga y Cafu, base deportiva que logró nuevamente el campeonato del 2002 en Corea y Japón, con figuras como Ronaldo, Rivaldo, Ronaldihno Gaucho y Roberto Carlos; el famoso jogo bonito.
Por supuesto se evocan seleccionados latinoamericanos que hicieron historia sin ser campeones. En la memoria está la generación peruana de la década de los 70s, la frustrada camada de los 80s en Brasil, la talentosa pero contaminada selección Colombia de los 90s, y el renacer futbolístico de Paraguay, Chile y Uruguay en los últimos tiempos.
En todo este proceso histórico, la constante fue la combinación de genuinos sistemas de juego con la habilidad de jugadores excepcionales, recreando un fútbol profesional, distinto y ganador.
¿Qué pasó?
El buen fútbol y la competitividad que desplegó latinoamericana, llegó a su fin con la victoria de Brasil en el 2002. Desde ese momento la historia han sido fracasos estrepitosos donde solo queda la buena presentación de Uruguay en Sudáfrica 2010, la interesante actuación de Colombia y Chile como la frustrada final de Argentina, todos en Brasil 2014.
Para entender este desajuste hay que darle lugar a tres variables. El fútbol como negocio, como deporte y como política.
En primer lugar la globalización económica generó un giro desde los años 80s. Al prestigio de las principales ligas europeas se le suma la configuración de equipos multimillonarios logrando la añorada mercantilización del fútbol, convirtiéndolo en uno de los negocios más rentables del mundo. Este proceso se alimenta de un fuerte y violento mercado de jugadores, que beneficia la alta competitividad que demanda Europa, el mundo empresarial y los clubes superpoderosos.
El segundo momento se encuentra en los cambios naturales en el estilo de juego. El fútbol moderno ha cambiado, combinando el necesario talento con un exigente rendimiento físico. Al acaparar la excelencia del profesionalismo, la cualificación deportiva se planifica, se ejecuta y se queda en Europa, obligando a las ligas periféricas no solo a exportar sus mejores elementos sino a emular el estilo del viejo continente. No en vano de las doce ediciones de la Copa Mundial de Clubes de la FIFA, diez títulos han sido para clubes europeos.
Y en tercer lugar se encuentra el lugar que tiene la mafia política en el fútbol, lo cual no es nuevo. En el mismo lugar de la historia donde se ubica a Pelé y Maradona, se encuentran los polémicos Joao Havelange y Julio Grondona. Hoy estás dinámicas combinan el poder de la supranacional privada FIFA y sus asociaciones nacionales, con todo lo que el capitalismo, legal o ilegal, aporte. Rusia 2018 y Qatar 2022 son los mundiales del petróleo paradójicamente en crisis.
Estas irregularidades tienen una amplia repercusión en los proyectos deportivos del sur, pues dificulta el fortalecimiento de las ligas nacionales e imposibilita la construcción de selecciones nacionales que hagan del juego una apuesta atractiva, competitiva y ganadora.
Esta crisis, que hoy nos deja una final de la Copa Mundo entre europeos, se manifiesta como una realidad casi que imposible de cambiar, con un principal perjudicado: el otrora seductor fútbol latinoamericano.