La educación después de Auschwitz

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Entrada al campo de concentración de Auschwitz.

El 18 de abril de 1966, el filósofo alemán de la Escuela de Fráncfort pronunció una conferencia radial sobre la cuestión educativa. En esa alocución postuló el ideal central para la educación después de la Segunda Guerra Mundial y señaló cuál es la tarea de la escuela después del horror: “Que no se repita”. 

Theodor Adorno*

La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra que no creo deber ni poder fundamentarla. No acierto a entender que se le haya dedicado tan poca atención hasta hoy. Fundamentarla tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido. Pero el que se haya tomado tan escasa conciencia de esa exigencia, así como de los interrogantes que plantea, muestra que lo monstruoso no ha penetrado lo bastante en los hombres, síntoma de que la posibilidad de repetición persiste en lo que atañe al estado de conciencia e inconsciencia de estos.

Que no se repita

Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con este: que Auschwitz no se repita. Fue la barbarie, contra la que se dirige toda educación. Se habla de inminente recaída en la barbarie. Pero ella no amenaza meramente: Auschwitz lo fue; la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial las condiciones que hicieron madurar esa recaída.

Precisamente, ahí está lo horrible. Por más oculta que esté hoy la necesidad, la presión social sigue gravitando. Arrastra a los hombres a lo inenarrable, que en escala histórico-universal culminó con Auschwitz. Entre las intuiciones de Freud que con verdad alcanzan también a la cultura y la sociología, una de las más profundas, a mi juicio, es que la civilización engendra por sí misma la anti-civilización y, además, la refuerza de modo creciente. Debería prestarse mayor atención a sus obras El malestar en la cultura y Psicología de las masas y análisis del yo, precisamente en conexión con Auschwitz. Si en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie, entonces la lucha contra esta tiene algo de desesperado.

Fatalidad histórica

La reflexión sobre la manera de impedir la repetición de Auschwitz es enturbiada por el hecho de que hay que tomar conciencia de ese carácter desesperado, si no se quiere caer en la fraseología idealista. Sin embargo, es preciso intentarlo, sobre todo en vista de que la estructura básica de la sociedad, así como sus miembros, los protagonistas, son hoy los mismos que hace veinticinco años.

Millones de inocentes –establecer las cifras o regatear acerca de ellas es indigno del hombre – fueron sistemáticamente exterminados. Nadie tiene derecho a invalidar este hecho con la excusa de que fue un fenómeno superficial, una aberración en el curso de la historia, irrelevante frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, de la humanidad presuntamente en marcha.

No es posible sustraerse a la consideración de que el descubrimiento de la bomba atómica, que puede aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El crecimiento brusco de la población es denominado hoy con preferencia “explosión demográfica”. Parece como si la fatalidad histórica tuviera preparadas, para frenar la explosión demográfica, unas contraexplosiones: la matanza de pueblos enteros. Esto sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas entre las que hay que actuar son las del curso de la historia mundial.

El giro del sujeto

Como la posibilidad de transformar los presupuestos objetivos, es decir, sociales y políticos, en los que tales eventos encuentran su caldo de cultivo, es hoy limitada al extremo, los intentos de cerrar el paso a la repetición se ven necesariamente reducidos al lado subjetivo. Con ello me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas.

No creo que sirviera de mucho apelar a unos valores eternos sobre los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que fuera de mucha ayuda ilustrar sobre las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces han de buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con las acusaciones más miserables.

Lo urgente y necesario es lo que en otra ocasión he llamado, en este sentido, el giro al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades; hay que mostrárselas a ellos mismos y hay que tratar de impedir que vuelvan a ser de este modo, a la vez que se despierta una conciencia general sobre tales mecanismos.

Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que sin miramiento alguno descargaron sobre ellos su odio y su agresividad. Esa insensibilidad es la que hay que combatir; las personas tienen que ser disuadidas de golpear hacia fuera sin reflexionar sobre sí mismas.

Claustrofobia de la humanidad

La educación solo podría tener sentido como educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes en edad adulta perpetúan tales crímenes, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de dichos hechos monstruosos tendrá que concentrarse en ella.

Ya les recordé la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pues bien, su alcance es todavía mayor de lo que Freud supuso; ante todo porque entretanto la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello. Las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever.

El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social –algo que Freud no ignoró, por mucho que no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en el mundo administrado, de un sentimiento de encierro dentro de un nexo enteramente socializado tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo precisamente su espesor impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

Después del horror

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los percibidos como socialmente débiles y a la vez –con razón o sin ella- como felices. Sociológicamente me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más, alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Unas tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particular es, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia.

Junto con su identidad y su fuerza de resistencia las personas pierden también las cualidades gracias a las que les sería dado oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarles de nuevo al crimen. Quizá sean ya apenas capaces de resistir si los poderes establecidos les conminan a reincidir, siempre que esto ocurra en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

Cuando hablo de la educación después de Auschwitz hablo de dos ámbitos: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; seguidamente, ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición; un clima, pues, en el que los motivos que llevaron al horror se hayan hecho en cierto modo conscientes.

* Filósofo alemán que también escribió sobre sociología, psicología y musicología. Se le considera uno de los máximos representantes de la Escuela de Fráncfort y de la teoría crítica de inspiración marxista.