La falsa monja y el uribismo sociológico

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Adriana Torres es el nombre de la falsa monja que se hizo viral por defender al expresidente Uribe en su indagatoria ante la Corte Suprema de Justicia. Foto María Fernanda Padilla.

El esperpéntico episodio de la falsa monja uribista es grotesco e inquietante. Grotesco porque muestra una vez más que el uribismo es una mentira de cabo a rabo e inquietante porque también evidencia que muchos colombianos siguen creyendo en Uribe y viéndolo como un mesías. ¿Qué hacer?

Roberto Amorebieta
@amorebieta7

Martes 8 de octubre, 8 a.m. En las afueras del Palacio de Justicia en el centro de Bogotá se reúnen varias decenas de personas mostrando su apoyo o rechazo a Álvaro Uribe, quien se encuentra dentro del edificio rindiendo indagatoria ante la Corte Suprema por los delitos de soborno y fraude procesal, es decir, por manipulación de testigos. Los grupos de simpatizantes y de opositores se encuentran separados por un cordón policial que los aleja entre sí unos cuantos metros e impide que los gritos de unos y otros se conviertan en algo más grave.

Una mujer vestida de monja toma un megáfono al lado de quienes defienden a Uribe y arenga a los asistentes con vehemencia, mucha vehemencia. Su imagen se hace rápidamente viral en las redes sociales y los medios de comunicación corren a entrevistarla. Les parece muy pintoresco que una religiosa participe en política o creen haber encontrado la nota entretenida que los saque del aburrimiento de una mañana noticiosa en la que, además de Uribe rindiendo indagatoria, poco más hay para informar.

Traficante de la caridad

La entrevista que la mujer concede a Blu Radio, pocos minutos después de arengar a la gente y con la sangre aún caliente por la adrenalina, deja ver el poco sentido de la responsabilidad que tienen los medios como esa emisora, dedicada sin pudor a ensalzar a los poderosos. Pero la entrevista deja ver otra cosa: el lenguaje que usa la mujer permite sospechar que no es religiosa como luego efectivamente se comprobó, e incluso su forma de argumentar y de contestar a las preguntas de los periodistas hace dudar de su equilibrio mental y emocional. Pero nada de esto importa, Blu Radio nos la vende como el ejemplo del uribismo espontáneo, sencillo y sincero.

Poco tiempo pasó, si acaso algunas horas, para que periodistas comenzaran a revelar detalles de esta simpática mujer y se hicieran públicos hechos que desmontaron rápidamente su versión. Se supo que no es monja, no pertenece a ninguna congregación religiosa –a la que dijo pertenecer, las Misioneras Carmelitas, no existe– y los líderes religiosos que la conocen dicen que es, básicamente, una estafadora. Se supo también que visita frecuentemente la Plaza Minorista de Medellín donde recolecta comida con destino –según ella– a los niños pobres, pero los vecinos del barrio Bello Oriente, donde va supuestamente a repartir los mercados, dicen que la falsa monja no los regala, los vende. Toda una traficante de la caridad.

El último detalle escabroso que se ha conocido es que sus vecinos del barrio Manrique Oriental en Medellín, quienes la describen como “grosera, racista y xenófoba”, han denunciado que frecuentemente la recoge por las mañanas una costosa camioneta, que tiene vínculos con bandas delincuenciales que operan en la Comuna 3 y que se ha visto involucrada en el desplazamiento de varios habitantes del barrio, como una comunidad anglicana con la que tuvo desacuerdos, personas negras e incluso familias venezolanas.

La falsedad del uribismo

El episodio de la falsa monja no dejaría de ser anecdótico e incluso –de acuerdo con el gusto noticioso de Blu Radio– pintoresco, si no fuera porque en pocos días logró retratar de cuerpo entero la forma uribista de pensar, hablar y actuar. Y ello no deja de ser grotesco e intrigante.

Es grotesco porque se pone en evidencia que todo en el uribismo es falso, de cartón, de pantomima. Fueron falsos los triunfos contra la insurgencia; hoy se sabe que muchas de las bajas guerrilleras fueron en realidad jóvenes secuestrados y asesinados a cambio de premios. Fue falsa la política agraria; hoy se sabe que se dilapidaron millones de pesos en devolverle el favor a los financiadores de la campaña de “Uribito” a través de AIS. Fue falsa su consigna de “contra la politiquería y la corrupción”; hoy sabemos que el gobierno de Uribe fue uno de los más corruptos y clientelistas de la historia. Fue falso su reclamo por un Estado austero; hoy se sabe que su gobierno derrochó a manos llenas y aumentó la deuda externa del país como ningún presidente anterior.

Es falsa la impostura de Uribe como persona que enfrenta las críticas, por el contrario rehúye el debate, evita las preguntas incómodas y distrae al interlocutor para evitar dar la cara. Es falso su carácter democrático, el uribismo maneja como ningún otro la técnica de espiar al oponente para desprestigiarle, calumniarle e insultarle. Es falsa su indignación ante la impunidad pues se ha dedicado a hacer toda clase de componendas para evitar que Uribe y sus cómplices vayan a la cárcel, como desprestigiar a los jueces, dilatar los procesos penales o directamente recomendarles a sus aliados que huyan de la justicia.

Fenómeno cultural

Pero todo ello también es inquietante porque a pesar de lo grotesco, es decir, de lo falso que es el uribismo y de lo inútil que es considerarlo seriamente como un discurso político, es cierto que continúa siendo un referente ideológico determinante para una importante porción del pueblo colombiano. Por ello es válido preguntarse por las formas como el uribismo reproduce su legitimidad como fenómeno cultural, es decir, es válido –y necesario– preguntarse por qué hay tanta gente uribista y por qué son tan fanáticos. Porque el problema no se resuelve con pensar que los uribistas son tontos o malintencionados. No es tan simple. Para acercarse a esa complejidad es útil pensar en lo que podría llamarse el “uribismo sociológico”.

Parafraseando lo que en España llaman el “franquismo sociológico”, es decir, la cultura heredada de la dictadura que aún se conserva en muchos españoles, podríamos decir que en Colombia se ha configurado una cultura del uribismo, una forma uribista de pensar y sentir. Ya la conocemos: arrogancia, intolerancia, religiosidad, apelación a la violencia verbal y física, el uso de la mentira como parte fundamental del discurso, la creación de enemigos reales o imaginarios para movilizar el sentimiento de odio entre sus bases, el desprecio por la ley y el derecho cuando no actúa según sus intereses, en fin, el uribismo.

Lo que ha hecho Álvaro Uribe no es más que interpretar de una forma magistral algunas de las fibras más sensibles de la personalidad del colombiano del común. Exitosamente ha explotado la religiosidad a su favor, se ha presentado como un firme referente patriarcal en un país de huérfanos y madres solteras, ha logrado convencer a muchos colombianos de las bondades de su proyecto político en un país carente de verdaderos liderazgos, ha ofrecido –en últimas– un cúmulo de respuestas a una sociedad atormentada por las preguntas.

Por ello el esperpéntico episodio de la falsa monja nos debe llevar a preguntarnos, más allá del escándalo que seguramente pronto será olvidado por los medios, por la forma como las personas en Colombia se convencen de que la realidad es así como ellos piensan. ¿Por qué, a pesar de que el episodio de la monja demostró que el uribismo es una mentira, sigue habiendo tanta gente uribista?

Es lo que algunos llaman la posverdad: cuando pesa más la interpretación que la gente hace de la realidad que la realidad misma. Pues bien, en tiempos de posverdad cuando la gente cree sinceramente en los “peligros del castrochavismo” o en el “rayo homosexualizador”, debemos tomarnos el trabajo de mirar a los uribistas de cerca, darnos cuenta de que son gente normal y tratar de comprenderles en su circunstancia personal, entender sus motivaciones e identificar la mejor manera de convencerles.

Los uribistas no son el enemigo. El enemigo es el uribismo sociológico, que es esa forma de pensar y sentir. Para combatirlo debemos anteponer –siguiendo a Camilo Torres– el amor eficaz, que en esta situación significa comprender a quien está equivocado y convencerle con afecto y respeto. Los uribistas no son tontos, solo están confundidos. De nada nos sirve pretender ser superiores intelectual o argumentativamente. Si queremos ganar, tenemos que comprender cómo funciona la mente del colombiano uribista y, ante todo, respetarle. Solo así tendremos oportunidad de convencerle.