
“Hollywood está bien. Lo malo son las películas”: Orson Welles
Juan Guillermo Ramírez
El paso inclemente del tiempo ha convertido a la ceremonia de la entrega de los Oscares es un espectáculo, en un evento con fines específicamente publicitarios, en un onanismo de gratitudes y de autoelogios que han hecho desaparecer el mágico encanto de las salas oscuras.
Qué lejana época, hoy cercana al olvido, hace recordar los mejores momentos en donde se podría calificar y reconocer verdaderamente el estado de la producción cinematográfica de Estados Unidos.
Una sola vez todos los años, el mundo entero habla de cine y por lo regular del estadounidense. El suceso cinematográfico es la entrega de Oscares a los mejores en todos los campos. Pero ya la importancia de llamarse Oscar ha descendido del nivel protagónico que anteriormente ocupaba y solo las expectativas siguen latiendo debido a la apabullante publicidad que acosa y empuja, en últimas, al deleite momentáneo de una ilusoria mentira.
La pequeña estatua
Hollywood siempre lo ha entendido y sabe muy bien que la imposibilidad de escenificar la ilusión es del mismo tipo que la imposibilidad de rescatar un nivel absoluto de realidad. Por eso ha luchado cada vez más contra ese impedimento porque entiende que la ilusión ya no es posible, porque la realidad tampoco lo es.
Quizás Hollywood ha deambulado por ese espacio fragmentado de realidad, inventando historias, recreando situaciones verídicas y cotidianas, ficciones, sueños e ilusiones. Y es verdad. Todo es mentira. Sus bases se solidifican en estructuras de simulacro. Alientan los espíritus de los espectadores con falsas vidas sentidas paralelas.
El mito, el star-system, la fugaz vedette, el ídolo con el cual ya no hay identificación, son los paradigmas ordenadores del mundo que han creado, de ese mundo intangible de las ilusiones. Pero hablar de Hollywood es hablar de Los Ángeles y en últimas, es hacer referencia obligada a todo lo que pasó con esa pequeña estatua, ardientemente codiciada, en su última versión.
Tiempo y memoria
Algo parecido a lo que ocurrido con los premios Nobel de Literatura, ha pasado con los premios Oscar a través de su historia. La bella y recordada mujer sagrada, Marilyn Monroe; la traidora Rita Hayworth; los muslos inolvidables de Marlene Dietrich y todo lo que representó para el cine europeo y específicamente para la cinematografía alemana; la elegancia y modestia, el ‘garbo’ de la Greta (lúcida y siempre amorosa hasta cuando decía: Soy una mujer que le soy infiel a un millón de hombres), son algunas estrellas que nunca recibieron un reconocimiento de la Academia, a pesar de haberle dado nombre y fama al cine mundial.
Podríamos citar solo dos nombres: Orson Welles y Alfred Hitchcock, directores en los que se entretejen la vida y la cinta fílmica, el sueño reflejado en su propia sombra, y ellos tampoco recibieron un reconocimiento de la Academia, pero afortunadamente ellos mismos, su sola presencia inmortal se ubica más allá de las nominaciones, es decir, trascendieron el espacio de las premiaciones llenas de etiqueta.
Solamente con su huella dejada impresa en los 24 cuadros por segundo que constituyen el séptimo arte, recibieron el mejor de los premios que puede tener un nombre dedicado a inventar fantasmas en cintas de celuloide: ser respetados y recordados por el tiempo y la memoria.
Más que una premiación en donde se destacan los valores técnicos, estéticos y actorales, el Oscar representa bajo las luces que alumbran las grandes inversiones económicas de las también grandes producciones, un excelente y necesario recurso para recuperar la inversión y así “salvarla” a través del ingreso desmesurado del público.