La inmoralidad de El reino

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Fotograma de la película El reino.

El madrileño Rodrigo Sorogoyen trae a la pantalla grande una obra genial que muestra la corrupción de la clase política española, y que, sin lugar a dudas, tiene mucha similitud con la tradicional forma de hacer política en nuestro país

Javier Castro
@JCastronauta

Luego de dirigir Stockholm (2013) y Que Dios nos perdone (2016), el madrileño Rodrigo Sorogoyen, inspirado en el título Todos los hombres del presidente (1976) del inmortal Alan J. Pakula, regresa para presentarnos El reino, su tercer largometraje escrito junto a Isabel Peña, con quien ha conformado una dupla al estilo Cohn & Duprat, forjando así un estilo para su obra. Estamos ante un thriller de suspenso, que en palabras de Sorogoyen, refleja la mentira como forma de vida. Una trama que expone de manera violenta la descomposición de la clase política española.

El director de esta obra se atreve a poner en evidencia la estirpe de los partidos políticos, que tradicionalmente, han protagonizado toda suerte de escándalos, logrando ubicar a España en la punta de la Unión Europea en materia de corrupción, pues según el informe anual de Transparencia Internacional publicado en 2018, entre 180 países, los ibéricos ocupan el puesto 41 del mundo, con una puntuación de 58 sobre 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción.

Una historia, mil reflejos

Tal como lo recreara Marco Ferreri en La gran comilona (1973), en el exordio de El reino se encuentran reunidos, en un lujoso restaurante, connotados dirigentes políticos, quienes, evidentemente extasiados por el poder, comparten exquisiteces marinas. En dicha reunión, los dirigentes hacen alarde de sus proyecciones al interior del partido, el cual no tiene nombre y gobierna en aquella región autónoma que jamás es mencionada.

El filme es protagonizado por Antonio De La Torre, quien interpreta a Manuel López Vidal, un político corrupto que aspira a escalar dentro de su estructura y llegar a instancias de dirección nacional, pero que luego de ser alertado de un proceso judicial en su contra, se ve obligado a dar un drástico giro a sus planes. Sus copartidarios, sin principios ni ideas por defender, resultan ser los primeros en darle la espalda.

Es así como Manuel López emprende una lucha desesperada en la que rápidamente se diluye el político y se asoma el humano de instintos primarios, mientras una cámara al hombro le persigue hasta el hostigamiento, en un plano secuencia de deliberados encuadres asimétricos que acentúan dramáticamente el desarrollo narrativo.

Además del actor malagueño, en el reparto encontramos a brillantes figuras como Ana Wagener y José María Pou, destacándose el papel de Bárbara Lennie, quien interpreta a Amaia Marín, una joven e incisiva periodista, que con su personaje suma al debate la necesidad de caracterizar la estrecha relación de los medios de comunicación con los partidos políticos, traducida en el menoscabo de la información, convirtiendo la prensa en trinchera de los corruptos y reafirmando la máxima de “el poder protege al poder”.

De los Goya a Colombia

Luego de ser ovacionada por la crítica en la LXV edición del Festival de San Sebastián, El reino llegó a los prestigiosos premios Goya con 13 nominaciones, de las cuales obtuvo siete galardones en los que se destacan al mejor actor protagonista, mejor dirección y mejor música original. La música estuvo a cargo de un habitual coequipero de Sorogoyen, el francés Oliver Arson, quien logró una producción que parece llevar la cuenta de los pasos del protagonista, envueltos en repetitivos sonidos electrónicos, propios de aquella cultura “clubbing” tan popular en las discotecas de los años 90.

El reino llegará a las salas de cine colombianas el próximo 26 de septiembre. Verla nos permitirá hacer un ejercicio crítico, que nos mostrará penosas similitudes con la tradicional forma de hacer política en nuestro país, pero, además, nos hará un llamado a reflexionar sobre la necesaria organización para la lucha democrática, y allí canalizar el hastío popular ante la crisis estructural del Estado, diseñado para que los reyes caigan, pero que los reinos continúen.