Juan David Aguilar Ariza
@JDaguilarA
Por lo menos dos cuarentenas atraparon a Balzac en posadas u hoteles de paso, entre las tantas correrías que llevaron al escritor a perseguir obstinadamente a mujeres aristocráticas que le prometían, según él no ellas, solucionar sus problemas económicos y de linaje. Y uno no deja de preguntarse ¿qué cambios sufrió el autor de la Comedia humana después de aquel encierro obligado?, o ¿qué cambios vivió el universo después de aquellos días aciagos de virulentas amenazas? Al finalizar su biografía, escrita por Stefan Zweig, tenemos la respuesta: ninguno. Tanto para el hombre que se entregaba a maratones desquiciadas de escritura, como para la sociedad, los problemas fueron los mismos, como si el mundo se obstinara en anticipar el tango que interpreta Gardel el mundo fue y será una porquería, ya lo sé.
En la actualidad vivimos el auge del afán de la lectura. Nuestras generaciones, novatas en términos de cuarentenas, de apocalipsis renovados, se entregan al deseo consumista de aprovechar el encierro y leer. La pregunta reclama su urgencia ¿para qué leer? Al parecer, todos los que se entregan al libro en estos tiempos lo hacen con un propósito más bien egoísta: crecer como personas. No para ayudar a los otros, no porque se considere que siendo mejores podremos ofrecer algo al mundo. Todo lo contrario, queremos poseer más, saturar nuestro ser de conocimientos, adquirir algo, comenzando por el objeto-libro, ser dignos de la foto.
Todo indica que el cerebro no se alimenta así, incluso, siendo mucho más radicales, podríamos decir que la literatura no sirve para el crecimiento personal. ¿Quién dijo que uno leía para ser mejor persona, para ser mejor en algo?
Nuestra era nos demuestra que somos y seguiremos siendo los grandes egoístas, ególatras, y utilizamos, y utilizaremos, las circunstancias actuales para publicitar nuestro ego.
La buena literatura, si es que existe ese rótulo, establece, como lo diría Kundera en El arte de la novela, una suspensión de los juicios, de los valores, del deber ser, abre un espacio donde el humano es incertidumbre, más que certeza. Así pues, quien quiera leer en estos tiempos de pandemias del ego, responsabilizando a la literatura de su formación, debería razonar en que él es un sujeto activo y solo el lector puede desde su interior aprehender algo, y lo puede hacer sin el libro necesariamente. La literatura solo te llevará al límite, y tus ojos serán los encargados de decidir sobre lo que se nos ofrece. Es decir, el texto literario es una herramienta para mirar el mundo, pero si eres tuerto o, con todo respeto, si eres estúpido, de nada te servirá el tercer ojo para descubrir lo que la literatura abre para ti.
La literatura de consumo, de superación, de entretenimiento, se asume como responsable del cuidado del sujeto. Quiere cambiar el mundo, aprovecha las crisis para vender, para señalar a los culpables de las circunstancias que estamos viviendo. ¿Y si todo esto no es culpa de nadie? ¿y si dejamos de vivir bajo la culpa? Porque ante un confinamiento como el que estamos viviendo volvemos al mito cristiano, porque ante el desgaste, ante la destrucción de la naturaleza, resucitamos el apocalipsis del apóstol San Juan, y de nuevo gira la rueda, seguimos juzgando los eventos desde nuestro ego. No niego que es responsabilidad de los humanos cuidar el planeta, pero de ahí a creer que debemos actuar por la culpa, por el yugo que se impone sobre nuestra cerviz, sería condicionar nuestras acciones por las circunstancias y depender de si vemos la destrucción en tiempo real. El cuidado del mundo no debe estar regido por la culpa. Más bien, nuestras acciones deben estar sustentadas en un Ethos, en una filosofía de vida, no en el peso de nuestros males. Si la sociedad está bien, aun así, deberíamos cuidarla.
Esta literatura del consumo nace de este afán culposo por salvarnos, por juzgar a los otros como culpables. Es el ego en su máxima expresión. Leemos para que nos vean. Para ser. Ojalá entendiéramos al Doctor Pasavento de Vila-Matas quien usa la literatura para desaparecer, para dejar de ser Sujeto. Quien en verdad lee no lo hace en circunstancias especiales, quien lee de verdad asfixia el ego de continuo.
El Balzac confinado por las cuarentenas no hacía gran cosa porque su trabajo estaba en París, solo en su casa podía sentarse a tomar sus no sé cuantas tazas de café y escribir toda la noche; para él su oficio no era un alto en el camino. Escribía para pagar deudas. El genio de la Comedia humana murió siendo el mismo, el eterno deudor de dinero, el que soñaba con ser de la aristocracia siendo plebeyo. No obstante, la obra que dejó, como buena literatura, se escapa incluso de sus propios intereses. La literatura no debe ayudar a nadie. La literatura no es un bien de consumo. De su esencia no podemos demandar una transformación, no podemos exigir nada. Quien compra un libro siempre estará más cerca de perder el dinero invertido que de salvar su alma.
¿Cómo identificar la buena literatura? No existe la respuesta absoluta, como siempre, pero podemos decir que es aquella que no le sirve al que se encierra en medio de las pandemias para crecer como ser humano. La literatura que funciona en las pandemias entretiene, alebresta las emociones. La buena literatura, en cambio, llega cuando las almas están amenazadas por pestes espirituales, existenciales; la buena literatura es individual. ¿Qué paga el cliente cuando compra un libro? ¿El objeto como tal? ¿Un lugar en su biblioteca? Comprar literatura, si es que podemos utilizar esa palabra, comprar, se asemeja más al acto dostoievskiano del jugador, aquel hombre o mujer que entra al casino, quizás con sus últimos pesos, a apostarle a un número que según las estadísticas tiene más probabilidades de no salir que de salir, sin importar si afuera, en las calles, en su propia casa, se acabe el mundo o si tan solo está cayendo una somera ventisca que por lo general hace más ruido que el mismo fin del mundo.