Felipe Tascón*
Hace cien años, se publicó en Lima el artículo “El cocainismo y la raza indígena” de Hermilio Valdizán, quien entonces estudiaba psiquiatría en Europa. En ese texto se eludían todas las investigaciones científicas previas y se trasladaban sin rigor las primeras condenas a la cocaína, camuflando de ciencia la leyenda negra de la hoja de coca.

¿Motivos? La ciudad criolla, en sus remembranzas virreinales, era ávida de argumentos que le permitieran -en pleno siglo XX- reafirmar su “superioridad racial” sobre esos “pobres seres inferiores”, sobre esos “indios víctimas de la coca” que poblaban el Perú. Las implicaciones de esa condena racista vinieron en el medio siglo siguiente. En 1950 el trivial Informe de la Comisión de Naciones Unidas de estudio de la Hoja de Coca, que sirvió de soporte a la inclusión en 1961 de la hoja en la Convención de Estupefacientes.
La tutela de Coca-Nasa
Hace cinco años, se lanzó en Colombia la cuña publicitaria “La mata que mata”. El presidente de entonces quería inducir la confusión entre naturaleza y química, para así justificar la concentración de la guerra a las drogas contra el campo y los agricultores de la hoja de coca. ¿Motivos? No es que a Colombia le faltaran guerras, pero el adelantado Uribe quiso también declararle la guerra al reino vegetal. Cuando en el 2010 la Corte Suprema le dio la razón a la tutela de Coca-Nasa, sacando del aire la cuña, se vio que el daño venia de atrás, en el inconsciente colectivo de la nación colombiana: se cree que la mata sí mata.
El publicista de la cuña, declaró: “Me parece una barbaridad. Es clarísimo que en Colombia los sembrados de coca poco tienen que ver con la tradición cultural, y que la campaña se refiere a ese problema tan grande que tenemos”. Quitémonos el lenguaje elegante, lo que el señor decía era que “una cosa es la coca de ‘indios’, escasa en Colombia, y otra la coca del ‘problema’”. Las consecuencias de continuar la condena en el siglo XXI son la aceptación colectiva de la “maldad” de la coca y el acatamiento de una aberración racista.
Hace nueve meses se consiguió en Viena la readmisión del Estado Plurinacional de Bolivia en la Convención de Estupefacientes. El pueblo y el gobierno del indígena cocalero Evo Morales conseguían así derribar la absurda condena al acullico de la hoja y a los cultivos de coca, resquebrajando la arquitectura de la Convención.
¿Motivos? Reivindicar el derecho a la salud y a la alimentación, que la hoja de coca le puede brindar no solo al pueblo de Bolivia y a sus comunidades transfronterizas y migrantes, sino a toda la humanidad. La consecuencia de este hito histórico contra el racismo es que hoy no existen cultivos ilícitos, sino usos ilícitos para un cultivo que usado de otra forma alimenta y cura, y esto lo logra la coca, porque tiene muchos más principios activos que la cocaína.
Estigmatización de la coca
El racismo refundado en la estigmatización de la coca es condenable en términos éticos, además es estúpido porque descalifica los saberes de quienes tilda de inferiores. Pero en Colombia el peor resultado de la campaña anticoca es que los propios campesinos acatan la aberración asumiéndose como en falta.
Las marchas cocaleras, desde 1986 hasta el 2013, nunca han trascendido el debate entre las maldades de la fumigación y la erradicación forzada, versus las bondades de la sustitución o erradicación voluntaria, pero por ambas vías se acata como correcta la erradicación de cultivos, cuyo objetivo real es reducir la oferta de la cocaína, aumentar su precio al detal y perpetuar su hiperganancia.
Lo que hay que erradicar es el estigma para quienes cultivan coca, porque la hoja, fresca o seca, alimenta como verdura, harina, infusión o mascándola, al tiempo que sirve como medicina para la diabetes, la obesidad, la gingivitis, inhibe células cancerígenas, atenúa la hipertensión, es terapéutica para consumidores de cocaína, y entre otras virtudes también es fertilizante natural.
También hay que divulgar que la coca se consume legalmente, no solo en pueblos originarios como el nasa, sino en países enteros como Bolivia, o incluso en Argentina donde ni siquiera se cultiva. Resulta obvio que sus derivados alimenticios y curativos pueden ser un sustituto excelente para la misma coca cuando se usa en productos ilegales (resaltando que la coca que se usa para lo benéfico, y la que se usa para el narcótico es la misma planta). Esto quiere decir que puede haber vida digna en Putumayo, Guaviare o Catatumbo, con coca y sin sustitución.
La guerra contra la coca
¿Por qué sigue la guerra contra la coca? Por su competidor: a la hoja frente a la cocaína le pasa lo mismo que al maíz alimenticio frente al que es desviado para combustibles. Los usos benéficos tienen las de perder frente a los que producen más ganancia. El mercado capitalista está enamorado de la hiperganancia de la cocaína, y esta resulta no por ser buena o mala para la salud, sino por estar prohibida.
Resaltando que la hiperganancia se concentra en el mercado terminal: cualquier cocalero presente en este foro sabe que el precio que recibe por la pasta básica está prácticamente quieto hace 15 años; también sabemos por fuentes oficiales mexicanas que el más narco de los narcos de América Latina lo máximo que ha logrado al vender cocaína en la frontera sur de EEUU es por 20 mil dólares el kilo, mientras en los mercados al detal del Norte -cuando el precio está malo- se vende en cien mil el kilo. Entonces la hiperganancia de la cocaína dentro de los países demandantes es como mínimo 80 mil dólares por kilo.
Surge una pregunta retórica: ¿por qué la cocaína no se legaliza en EEUU, como se hizo con el alcohol en 1933? Un pensador del siglo XIX dijo que el capital ante un 300% de ganancia “no hay crimen al que no se arriesgue aunque le signifique el patíbulo”, y acabamos de ver que a la economía gringa, la cocaína le produce como mínimo un 400% de utilidad respecto a su costo de importación.
Esta es la causa real de la prohibición, porque está demostrado que en los países donde es legal como Suiza, la droga se vende en farmacias reguladas por el Estado, no hay inversiones para la guerra, sino que el gasto va para educación e información, y los resultados de control de daños a la salud son mucho mejores.
Todo esto nos indica que si la Convención de Estupefacientes quedó resquebrajada con el triunfo boliviano de enero pasado, no tiene sentido que la negociación de paz colombiana venga a repararla: hay que trascender de la sustitución de cultivos a la sustitución del uso de la hoja de coca. Para que el tercio de millón de cocaleros colombianos tenga una vida digna, es mejor cambiar el uso de la hoja de coca que erradicarla.
* Economista, consultor internacional en el tema, tesis del doctorado Prospal de Chile y delegado colombiano al IV Foro Internacional de la Hoja de Coca, La Paz, 14 al 16 de agosto del 2013.