Entendemos por ella, la capacidad real que tienen un Estado y una nación para hacer fluir la riqueza generada a través del crecimiento del valor agregado (VA) de la economía, hacia el mejoramiento de la calidad de vida y el bienestar social de los pueblos. Después de aclarado el monto del valor agregado obtenido durante un año específico (para la coyuntura) o un periodo de tiempo (para el largo plazo), las autoridades y el capital darán prioridad a la distribución del valor agregado. Esta fase tiene por objetivo precisar el volumen de capital requerido para la inversión en la reproducción del mismo.
Hecho este ejercicio, se procede a los cálculos de los recursos destinados al mejoramiento del consumo material y espiritual de la sociedad. Dichos recursos son altos, cuando los ingresos no se orientan hacia un consumo improductivo para la sociedad, como lo es el gasto en guerra y represión. Paul A. Samuelson dice que “si una persona trabaja más, o tiene necesidades especiales, a la mayoría le parecerá justificada cierta superioridad de sus ingresos. Pero examinado el asunto desde un punto de vista abstracto, se considerará deseable cierta reducción en el grado de desigualdad innecesaria, según la mayoría de los sistemas de valores filosóficos, éticos y religiosos”[1. Samuelson, Paul A.: Economía desde el corazón, España 1996, Editorial Folio, página 194.].
Esta consideración parte de un criterio altamente subjetivo y niega la economía concreta, tal y como se nos presente; es decir, que quien trabaja y obtiene mayores ingresos tiene todo derecho a mejorar su consumo; otra cosa es reforzar la desigualdad a partir de un consumo artificial, superficial y banal que enferma.