En medio de esta pandemia universal se debe insistir hasta alcanzar la vida digna por la que muchas generaciones han luchado. El último intento es exigir la implementación estricta del Acuerdo Final de La Habana
Rubín Morro
La violencia política llegó a Colombia cuando llegaron los españoles, piratas, convictos y avaros codiciosos el 12 de octubre de 1492, bendecidos por el rey Fernando VII y la “santa” Iglesia Católica hace 528 años, sin olvidar que en América los indígenas mayas, incas y otros construyeron verdaderos imperios por más de 1.500 años, donde la violencia política fue cruel y despiadada.
Los invasores ibéricos asesinaron a más de 70 millones de indígenas en América y cuando exterminaron esta mano de obra esclavizada, fueron al África, verdadera subasta de población negra que traían como animales para el comercio de humanos; muchos morían en la larga travesía por el Atlántico. Eran comida de tiburones.
Estas conductas por los que han tenido el poder en sus manos por cerca de cinco siglos nunca han cambiado, se han ido puliendo y modernizando con el paso del tiempo, donde la injustica, la crueldad, la persecución, la cárcel, el desplazamiento, el horror y el asesinato político han sido su modus operandi a través de centurias.
Larga tradición de magnicidios
Es un lastre que llevamos enredados en nuestra triste historia impuesto por la mal llamada “Madre Patria” y heredado por quienes han detentado el poder político, llámense de cualquier pelambre y color, que han utilizado las creencias religiosas, las supersticiones, las armas y las leyes para defender sus privilegios.
Esto ha provocado resistencia de los pueblos, los gobiernos han asesinado a sus líderes, iniciando por Tupac Amarú, el 18 de mayo de 1781 descuartizado por caballos amarrados a sus extremidades; luego asesinan a José Antonio Galán el 30 de enero de 1882, igualmente desmembrado y su cuerpo expuesto para escarmentar a quienes resistían los oprobios de la colonia; Policarpa Salavarrieta, el 10 noviembre de 1817 fue fusilada por apoyar a los patriotas; el asesinato del patriota y mariscal de campo Antonio José de Sucre “El Abel de América” el 4 de junio de 1830 en Berruecos, Ecuador, por matones al servicio de la corona española; el asesinato a hachazos del candidato presidencial Rafael Uribe Uribe el 15 de octubre de 1914; el magnicidio de otro candidato presidencial y dirigente liberal de ideas democráticas, Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948; Jaime Pardo Leal, otro candidato a la presidencia, es ultimado el 11 de octubre de 1987; Luis Carlos Galán el 18 de agosto 1989; Bernardo Jaramillo el 22 de marzo de 1990; y Carlos Pizarro asesinado el 26 de abril de 1990. La oligarquía colombiana tiene el récord de asesinato de candidatos presidenciales.
Concepción fascista de lo político
La violencia política en los últimos 72 años se explica por la naturaleza del Estado y sus gobiernos llámense liberales o conservadores, o atendiendo a la expresión popular, “es la misma perra con distinta guasca”: Su concepción fascista del poder político, su Doctrina de la Seguridad Nacional y su concepto criminal y contrainsurgente de enemigo interno.
La judicialización de la protesta popular, el derecho universal a la rebelión armada contra gobiernos de facto, fue reducido a su mínima expresión y calificada como terrorismo. Varias generaciones de hombres y mujeres ilustres han sido exterminadas. Con el horrendo crimen de Estado en la persona de Jorge Eliécer Gaitán, se inicia esta etapa de violencia, que aún no termina. Los asesinatos en esta vergonzante historia tienen cifras de cientos de miles ocasionadas por la violencia política del Estado y sus gobiernos.
Han sido muchos los intentos de llegar a la paz, pero como la pandemia que ahora arrodilla a la humanidad, no hemos encontrado aún la cura, y cuando se ha intentado y los guerrilleros han entregado las armas, estos han sido asesinados, tal y como pasó con Guadalupe Salcedo el 6 de junio de 1957 o Dumar Aljure el 5 de abril de 1968, dirigentes guerrilleros desarmados que luego fueron cayendo acribillados por el mismo gobierno.
Más tarde en los años sesenta, los chulavitas conservadores al servicio del gobierno asesinan a Jacobo Prías Alape el 11 de enero de 1960, dirigente guerrillero y vocero en funciones de paz; de ahí en adelante y como antes, caen asesinados miles de hombres y mujeres que enarbolaron banderas de paz y de cambio social por un mejor país.
A la sombra del covid-19
Con el coronavirus se evidenciaron los reales problemas en Colombia: un mal servicio de salud, un Estado que cuida su dinero y arroja a las comunidades vulnerables al hambre y en medio de un confinamiento sin soluciones económicas mínimas, violencia intrafamiliar, paramilitarismo y asesinatos, hacinamiento y abandono de las personas privadas de la libertad, y un largo etcétera de calamidades expuestas.
Los enemigos de la reconciliación y la convivencia no paran en el exterminio de la paz. A la sombra del covid-19, se oculta la parapolítica y la grave incidencia de los laboratorios de cocaína hallados en las goteras de Bogotá, asoman los dientes de quienes se roban los miserables subsidios asignados por el gobierno, prolifera la calamidad y la ayuda de las comunidades para mitigar el hambre, mientras el gobierno planifica un “aislamiento inteligente” para proteger su gran capital y privilegios. Todo esto es violencia social y política.
La violencia se aferra como una garrapata a la realidad. El último intento hasta hoy en construir la paz es el Acuerdo Final de La Habana. Hemos avanzado en algunos elementos importantes, pero no de manera integral, su implementación. Los líderes y lideresas sociales, defensores de los derechos humanos y firmantes del Acuerdo de Paz exterminados, se cuentan por centenares, sin que el Gobierno haya sido capaz de garantizar la vida de estos colombianos.
En medio de esta pandemia universal debemos seguir la lucha hasta alcanzar la vida digna por la que hemos luchado toda la vida. Acá estamos, firmes con la paz.
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