La telegrafista número 16

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Samuel Simanca

La tarde había pasado quieta y casi inerte por las ondas caloríficas que llegaban cada febrero postrando en tierra cualquier cosa que por casualidad osara transitar alguna calle. Sin embargo, los mensajes del telégrafo no paraban de llegar a la misma hora, el café de las dos continuaba haciéndose calientísimo (para tratar de mitigar el calor), el señor Maximiliano Oz tocaba los puestos de trabajo a la misma hora, dando un dólar por cada cien mensajes entregados. Ahí seguía Aimara, secándose el sudor con una mano mientras esperaba su paga, pei- naba su cabello con las manos y rogaba al cielo porque fuesen al menos cincuenta centavos.

—Tome, ahí está su paga del día—. El señor Maximiliano puso un dólar sobre su mesa.

—Señor… ¡Señor Maximiliano!

—Dígame, señora mía.

—Se ha equivocado usted al darme este billete.

—No…no, esa es su paga. Tenga buen día.

Aimara se guardó el dinero entre las tetas y se persignó (cómo era su costumbre) para librarse de los ladrones.

Exasperada por la larga jornada de trabajo esperó un minuto antes de entrar a su casucha de ladrillos en bruto, que no era más que una ratonera a las cuáles están acostumbrados a vivir los proletarios.

Un perro plagado de sarna le miró a los ojos como indicándole que era momento de entrar.

Al abrir la puerta esta encontrábase vacía. Parecía un despojo del mundo. El perro le dijo entre susurros:

—Tu marido ha vendido a tus hijas a dos hombres. Escuché que van a Barranquilla para embarcarse a Cartagena; no creo que puedas hacer nada.

Después de ello, el perro sarnoso prosiguió mirando con desdén hacía la callejuela mientras Aimara se arrancaba a mordiscos la piel hasta llegar a verse por poco en los huesos.

—Mañana mismo renuncio a esta mierda de vida. ¡Ya estoy cansada, carajo! Se durmió.

Pasados algunos días el dueño del telégrafo visitó el recinto, incitaba a desistir de las revueltas multitudinarias de los trabajadores encabezados por la apátrida, revoltosa y mal habida de una susodicha María Cano.

—¡Renuncien a esos planes diabólicos si desean continuar trabajando aquí! —vociferó el jefe superior.

Olvidándose de los pormenores sus fuerzas no bastaron para presentar su renuncia al señor Maximiliano. Las tardes transcurrían igual, el calor llegaba a la misma hora de siempre. En la proximidad vertiginosa del tiempo las casas fueron cambiando, el calor pronto se convirtió en llovizna temprana y los perros sarnosos murieron lentamente, cómo por orden natural mueren los caninos.

Años después (al cerrar la oficina del telégrafo), vio sus manos ajadas, sus mejillas caídas y sus labios desiertos; compró un boleto de tren para ir en búsqueda de las hijas extraviadas, pero ya no existía el tren. Agotada se durmió en las vías, de repente se escuchó la bocina alarmante. No se levantó, ya era hora de finalizar el inequívoco conteo horario semanal.

No sintió nada. Abrió los ojos y ya no había vía, casas, edificios, gente, solamente estaba a su lado el perro sarnoso susurrándole:

—Creo que te desmayaste por un rato. Ven, vamos a casa pues ya anochece.