“La cagaste Burt Lancaster”, Jose Luis Borau
Juan Guillermo Ramírez
José Luis Borau nació en Zaragoza el 8 de agosto de 1929 y murió el 23 de noviembre de 2012 en Madrid. Se inició en el cine mediante la labor de crítico que desempeñó en el Heraldo de Aragón. Aparte de ser licenciado en Derecho, al aprobar unas oposiciones al Ministerio de Vivienda tuvo que la oportunidad de irse a Madrid, donde se matriculó en el IICEC saliendo aprobado como director, en 1961, con la práctica en En el río. Tras impartir la enseñanza de guión en la OEC y de dirección en la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid, dirige dos cortometrajes, Capital: Madrid (1962) y Las bellas en Mallorca (1963), año en que también aborda su primer largometraje, Brandy, un western de encargo con una temática vulgar. Borau sigue el mismo camino con su segundo filme, Crimen de doble filo (1964).
José Luis Borau es un director que caminó por casi todos los campos cinematográficos. Así, en 1967 funda la productora El Imán, que se encarga de dar posibilidades a toda una serie de valores: Un, dos, tres… al escondite inglés (1969), de Iván Zuleta, Mi querida señorita (1972) de Jaime de Armiñán; Hay que matar a B (1974) y Furtivos (1975), ambas dirigidas por Borau; Camada negra (1976) de Manuel Gutiérrez Aragón, Adiós, Alicia (1976) de Santiago de Miguel y El monosílabo (1977) de Ray Rivas. Cuando Borau comienza a despertar el interés de la crítica es al realizar Hay que matar a B aunque la película no obtuvo buena acogida por parte del espectador, aparte de estar mal distribuida. El impacto de su cine llega con Furtivoscuyo estreno acarrea interminables polémicas. Obtiene en 1975 en San Sebastián la Concha de Oro y es de los pocos largometrajes españoles que se distribuye perfectamente en el extranjero; todo ello después de encontrar numerosas trabas de la censura española.
Creo que Borau figura, de pleno derecho, entre ese puñado de cineastas que, superando las dificultades del medio y poniéndolas de lado, han producido una obra que, por la inteligencia de su forma y la profundidad de su materia, habla a espectadores de cualquier lugar sobre una problemática más honda y permanente que la contingente actualidad española –aunque partiendo siempre de ella- de una manera nueva; así se refiere Mario Vargas Llosa. Porque nada tiene de oscuro, raro, complicado o barroco el estilo de Borau, un estilo que ni siquiera se presenta como tal, que no quiere atraer la atención. Por el contrario, una de las virtudes consiste en hacer películas muy raras que parecen muy normales, en contar historias enormemente complejas con tal claridad que al espectador se le antojan simples y lineales, en conseguir que las películas sean accesibles para cualquiera, sin que ello suponga condescendencia alguna por su parte, sino un tremendo esfuerzo de síntesis y precisión que les confiere una apariencia de sencillez.
Porque Borau sigue fiel a un principio básico del cine narrativo hoy un tanto olvidado: no le importa tanto qué pueda suceder –por espectacular y dramático que sea- en una escena, sino a quién le ocurre. Es un creador de personajes, de cuyo comportamiento inteligible se hace responsable; es decir, que no serán nunca –por opacos y misteriosos que puedan parecer a primera vista-simples títeres de una intriga, ni peones de una batalla, ni algo así como “el máximo común denominador” de cualquier colectivo, sino encarnaciones verosímiles –en cuanto con la realidad aunque no sometidas a ella- de seres de ficción, que cobrarán, como bien sabrían Miguel de Unamuno y Pío Baroja, una especie de “vida propia”, una relativa autonomía –la que exige su coherencia interna- que no permite que sean manipulados ni siquiera por su propio creador.
Historias, todas las de Borau, en definitiva, de “amor”. El núcleo de todas sus películas es una difícil y “marginal” relación amorosa, establecida siempre entre un hombre –joven o no- menos maduro y realista que la mujer de la que se enamora, inmediatamente y sin darse cuenta hasta qué punto: mujer que suele ser, además, fuerte y resistente, más dura y flexible, y mucho más libre, aunque él suela creer lo contrario. Estas relaciones acaban mejor o peor, según las circunstancias y el carácter de los personajes, e influyen decisivamente en cuanto hacen, aun cuando sea esto o lo otro lo que ocupe el primer término de la narración o un mayor metraje de la película. Y no es casual, tampoco, que lo principal de sus películas se mantenga siempre al fondo o en los bordes de la historia que cuentan: no sólo por su aversión al enfatismo y a la explicidad, no por esa especie de timidez o pudor que reflejan siempre hacia la intimidad de los personajes, sino porque tampoco el corazón se ve a simple vista, porque lo más profundo no debe estar en la superficie y porque la marginalidad, como la frontera o los límites, son conceptos trascendentales de toda su filmografía, con lo que suponen de exclusión, de exilio, de soledad, de persecución, de furtividad.
Furtivos es una película compleja porque es muchas películas al mismo tiempo y porque lo que ella muestra puede ser entendido de muy distintas maneras. Es una historia apasionante de episodios que se engarzan unos en otros, por una especie de fatalidad y que mantienen al espectador fascinado y suspenso hasta abolir en él toda distancia crítica. La historia urdida por Borau y Manuel Gutiérrez Aragón, es en su ferocidad y truculencia, profundamente española. Combina de una manera totalizadora, esos ingredientes tan dispares –instintos sin domesticar, individualismo acérrimo, crueldad vertiginosa, inocencia primitiva, y un contexto social estratificado y prejuicioso, cuyas instituciones, desde la autoridad política hasta la religión parecen vivir en la ceguera más absoluta de la realidad- que han estado siempre presentes en esa tradición relista que ha dado a la narrativa de España su personalidad más acusada.
Pero Furtivos es también una historia de amor. Sin esa pasión elemental que vive el alimañero Ángel por Milagros, ese amor que lo levanta del suelo de primitivismo y sordidez en el que vegeta y que lo arranca de los brazos incestuosos de Martina y lo hace acceder a una esclavitud superior, donde descubre el goce sexual, la exaltación sentimental y hasta el humor, el resto de la historia sería creíble. Esa pasión de Ángel, que Milagros –ex reclusa, muchacha amante de un forajido- llega a compartir, gracias a la cual pierde cinismo y rudeza, que la contagia de la simplicidad de Ángel, es el elemento que dulcifica los componentes extremos. El amor de Ángel humaniza la historia, la lastra de normalidad y es un rayo optimista en esa noche de desamparo e infelicidad que es la vida en Furtivos. El amor que brota en esa cueva asfixiante, negada a toda solidaridad y delicadeza, no es sólo manera de aderezar un drama terrible con un ingrediente capaz de tocar al espectador, es, sobre todo, una manera de mostrar la ambigüedad del hombre y de afirmar que en él se confunden inextricablemente el bien y el mal.