Las campesinas y los cultivos de uso ilícito

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Las habitantes del campo se han organizado para asumir el reto de la implementación del Acuerdo de Paz y la sustitución de cultivos de uso ilícito. Foto Anzorc

Quienes viven en zonas cocaleras contrastan la versión oficial al recordar que el glifosato empobreció y enfermó a las familias, que la estrategia de erradicar forzadamente atemoriza y desplaza a la población, mientras sigue sin implementarse la sustitución de cultivos. Hoy en día, son visibles y resisten desde los territorios

Ana María Puyana

Transcurría el año 1998. Después de las marchas cocaleras que dos años atrás estremecieron al sur del país, el campanazo de alerta reorientó radicalmente mis intereses políticos y académicos hacia el tema de la llamada “Guerra contra las Drogas” y la manera como se ensañaba en los productores de plantas de coca, amapola y marihuana. Una vez más estaba en Florencia, Caquetá, con el propósito de indagar por las razones del desplazamiento forzado en el departamento.

Lo primero que llamó mi atención fue una larga fila de mujeres humildes en las oficinas de la Cruz Roja Internacional esperando ser reconocidas como víctimas de desplazamiento forzado y así obtener la ayuda básica del Estado para sobrevivir en la ciudad hasta que existieran condiciones para un retorno “digno y seguro”, como les decían.

Colombia era ya el segundo país con mayor número de desplazados en el mundo después de Sudán, pero su normatividad y diseño institucional, preparación de los funcionarios y recursos del presupuesto eran incipientes. Definitivamente, no se estaba a la altura de las circunstancias para afrontar una migración interna involuntaria que mes a mes aumentaba en la Amazonia y la Orinoquia, el epicentro de la ofensiva antidrogas y contrainsurgente a partir de la década del noventa.

Víctimas del Plan Colombia

Esas mujeres colono–campesinas esperaban con paciencia su turno y la suerte de un “sí” por parte de la persona que las atendiera. Provenientes de las veredas de San Vicente del Caguán y de Cartagena del Chairá, muchas eran cabeza de hogar y otras llegaron con sus hijos mientras sus maridos buscaban el sustento en la “raspa” o abriendo trocha selva adentro.

Cuando les pregunté el por qué se desplazaron, varias me respondieron que “por la fumigación”. La chagra era el blanco fijo preferido de los antinarcóticos y por las múltiples tareas de cuidado familiar y agrícola a su cargo, ellas siempre estaban ahí. Cuando las avionetas esparcían glifosato sobre cultivos de coca, huertas de pancoger, fuentes de agua, casas, establos y pastizales, trataban de salvar su principal fuente de ingresos con melaza o escampaban para que sus hijos y animales no enfermaran. Los pilotos de la Dyan Corporation abrían las llaves sin reconocer la vegetación “objetivo” y con el compromiso de regresar con los tanques vacíos a Larandia. Sucedía tres o cuatro veces al año para que el estropicio fuera completo.

En Florencia, no la tenían fácil. Por ser una política estatal, la erradicación forzosa no se consideraba factor de desplazamiento porque ello significaba aceptar que el Estado no cumplía el deber de protección de sus ciudadanos, incluidos los habitantes de la Colombia profunda donde se cocinaba la guerra.

Para evitar futuras demandas, esa opción no existía en el formulario. Para reportar daños a sus cultivos de seguridad alimentaria, les indicaban una ruta burocrática imposible, con múltiples papeles y con la carga de la prueba bajo su responsabilidad. Ninguna demanda por enfermedad ha sido resuelta favorablemente. Ante la negligencia de la ley nacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, admitió en 2017 y 2018 los casos de Dorys Alape y Janeth Valderrama por muerte de dos neonatos y una madre después de fumigaciones realizadas en Tolima y Caquetá en 1998.

Eran tiempos inciertos aquellos. Podríamos decir que traicioneros. Mientras se anunciaban los diálogos del Caguán con las FARC, donde se trataría el tema de cultivos de uso ilícito, el presidente Pastrana iniciaba el operativo “golpe al sur” en Guaviare, Meta, Putumayo y Caquetá. Los testimonios de las mujeres sobre los impactos de 17 años del Plan Colombia, son elocuentes: el glifosato empobreció y enfermó a las familias, los bombardeos y combates las atemorizaba y desplazaba.

Implementación a medias

Saltamos al año 2016. A diferencia de la agenda pactada en el Caguán, donde la perspectiva de género ni siquiera asomó por las rendijas, el Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Colombia y las FARC–EP, reconoció a las mujeres, no solo como víctimas, sino como pilar fundamental en la construcción de paz territorial.

En cada uno de los seis puntos del Acuerdo de Paz se acepta que sin la participación de las mujeres será imposible superar las desigualdades estructurales, ni transformar una cultura patriarcal que las desdeña y las sobrecarga con extenuantes jornadas de trabajo que tampoco reconoce.

Refiriéndonos específicamente a las mujeres vinculadas a la producción de coca, amapola y marihuana, los puntos 1 y 4.1 sobre Reforma Rural Integral y Programa Nacional Integral de Sustitución, PNIS, incluyen metas para acceder a la propiedad de la tierra, el crédito, la asistencia técnica y los proyectos productivos del PNIS, habida cuenta que el 29% de los predios reportados tienen a una mujer como responsable.

Y aunque las cifras comienzan medianamente a crecer en cuanto a la inclusión de la mujer rural en los programas de desarrollo rural comprometidos, poco se sabe de su impacto real en términos de bienestar integral y reconversión económica sostenible. De la suerte de familias amapoleras y canabiceras de la zona andina, solo se sabe que fueron excluidas sin razón del PNIS, a pesar de que estaban contempladas en el horizonte de 15 años de la implementación.

Rostro de mujer

Una lectura parcial del Acuerdo de Paz llevó a los gobiernos Santos y Duque a militarizar y escalar la erradicación forzosa manual, en el afán de cumplir metas de reducción de hectáreas pactadas con Estados Unidos. El ingreso a los predios de los Grupos Móviles de Erradicación, deja un saldo lamentable de violaciones a derechos humanos en comunidades rurales mestizas, indígenas y afrodescendientes. Nuevamente las mujeres son un blanco fijo de los antinarcóticos.

Nuevamente ellas resisten a la represión en la chagra, pero exigiendo la implementación cabal y sin eufemismos del Acuerdo de Paz. Ahora son visibles. Por eso no se equivoca el movimiento feminista en este quinto aniversario al promocionar el lema: “La paz tiene rostro de mujer”.