Las vicisitudes de la paz

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La esperanza es que las dos partes cumplan los compromisos, y que el Gobierno entienda que a los acuerdos de La Habana hay que sumarles una política coherente de solución de los problemas sociales.

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Carlos A. Lozano Guillén*

Hace seis años, cuando apenas comenzaban los pasos de aproximación del gobierno de Juan Manuel Santos con el comandante de las FARC-EP, a la sazón ‘Alfonso Cano’, creí que no prosperarían. El nuevo gobierno, pensaba, era la continuación de la ‘seguridad democrática’ de Álvaro Uribe Vélez. No en vano, el presidente Santos había sido su ministro de Defensa.

Mi duda aumentó cuando se fortalecieron los operativos militares contra el jefe de las FARC-EP y, en septiembre del 2010, 26 días después de la posesión del nuevo mandatario, fue abatido ‘Jorge Briceño’ (‘Mono Jojoy’) en el municipio de La Macarena, departamento de Meta. Dos meses después se rumoró que ‘Alfonso Cano’ y ‘Pablo Catatumbo’ habían caído en operativos militares en el sur del Tolima, cerca de la histórica Marquetalia.

El presidente Santos se dispuso a viajar a Planadas, Tolima, para tomarse la foto junto a los cuerpos de los dos dirigentes guerrilleros. La fiesta se aguó porque la noticia resultó falsa. No era fácil entender que el Gobierno estuviera enviando mensajes a la guerrilla de invitación a dialogar en medio del rigor de una escalada militar para acabarla, tal y como fue el sueño no cumplido de todos los gobiernos en los últimos sesenta años.

Sin embargo, pese a todo, el diálogo se abrió paso, superando numerosas pruebas difíciles, entre ellas la muerte de ‘Alfonso Cano’ en las montañas del Cauca, el 4 de noviembre del 2011, cuando estaba cerca el inicio de los diálogos secretos que llevaron al ‘Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera’, que incluyó la agenda de seis puntos. El presidente Juan Manuel Santos, al contrario de lo que yo creía, tomó la decisión de dialogar en medio del conflicto y de la confrontación armada, decisión audaz, pero que produjo desconfianza en el país de que pudiera convertirse en otra frustración.

No faltaron los problemas, que pudieron sortearse, como el de la muerte de ‘Cano’ y otros en la fase secreta, y los que se conocieron en la fase pública, superados, en buena medida, por la serenidad de los voceros de la guerrilla y la voluntad expresa de las FARC-EP. El Gobierno Nacional aportó el reconocimiento del conflicto, que de hecho fue la aceptación del carácter político de la insurgencia, aunque en medio de contradicciones y concesiones a los enemigos de la paz, aun en su interior.

Las FARC-EP aportaron gestos como la suspensión de las ‘retenciones económicas’, el desminado, el retiro de los menores de sus filas y, lo más importante, el cese unilateral del fuego, que a la postre se convirtió en bilateral antes del histórico anunció del acuerdo reciente.

El proceso es irreversible a estas alturas, así falten puntos y detalles importantes que resolver. Fue la demostración de que eran posibles los acuerdos entre dos partes contradictorias y antagónicas para hacer realidad la utopía de la paz estable y duradera. La esperanza es que las dos partes cumplan los compromisos, que la reconciliación sea posible, en medio de los odios y los deseos de venganza que salen de algunos miembros notables del establecimiento, y que el Gobierno Nacional entienda que a los acuerdos de La Habana hay que sumarles una política coherente de solución de los problemas sociales que afectan a las masas populares. Los acuerdos de La Habana tienen que reflejarse en la realidad nacional.

La refrendación será un hecho; con toda seguridad, la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de Colombia que anhelan el fin del conflicto votarán sí.

* Director del Semanario VOZ