Lejos de vivir en paz

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El 2018 en Colombia, no ceso la violencia contra los y las líderes sociales. Foto Publimetro.

Colombia, un año más en donde el anhelo de despertar sin miedo cada vez parece más lejano

Carolina Tejada Sánchez
@carolltejada 

Todo apuntaba a que los acuerdos de paz disminuirían los altos índices de violaciones a los derechos humanos en Colombia, pues muchos de los crímenes cometidos en contra de la población civil, y organizaciones sociales o comunidades vulnerables, eran atribuidos a la guerrilla o a la confrontación militar entre el ejército y las FARC como organización armada.

Sin embargo, todos los informes que desde las diferentes organizaciones defensoras de derechos humanos han surgido, señalan que el índice de violencia no solo se ha mantenido, sino que por el contrario, las cifras que disminuyeron durante el proceso de paz aumentaron escalonadamente.

El 2018, estuvo lejos de representar la imagen de un país que transita por el camino de la paz, pues puede que los acuerdos llegaran a la terminación de la confrontación armada entre ejércitos, pero las causas estructurales que conllevaron al conflicto aún persisten en todo el territorio nacional, dejan un campo muy amplio para que la pobreza, el abandono estatal y la desigualdad transiten hacia violencia o cualquier forma de criminalidad. Y por otro lado, la ausencia de garantías para que cualquier ciudadano pueda ejercer sus derechos sin que ningún agente externo o estatal se interponga por medio de la violencia. Esto viene sucediendo con las organizaciones de derechos humanos, líderes sociales, comunales, agrarios, estudiantiles, entre otros, en todo el territorio nacional. Las cifras dejaron una alerta sobre Colombia desde las organizaciones de cooperación internacional y de derechos humanos que monitorean el país.

Un año más en rojo

Al mes de agosto del año pasado, las cifras correspondientes a las violaciones a DD.HH. dirigidas a los líderes sociales y defensores de los derechos en el país aumentaron, como aumentaron también las agresiones y violencia sistemática en las zonas de concentración en donde la antigua guerrilla de las Farc adelanta su proceso de reincorporación a la vida civil. Esta situación puso un alerta sobre un plan de exterminio en contra de este sector social, atentados, muertes selectivas, amenazas y desplazamientos forzados, en evidencia con los registros de cifras y denuncias.

Esta situación ya había sido calificada por la 12 Delegación Asturiana de Verificación del estado de los derechos en Colombia, para el mes de marzo como alarmante. En uno de sus comunicados que antecedió el consolidado del informe, comentaban: “Estos crímenes son ataques a la esperanza de paz de las gentes colombianas. Muchas de estas muertes y el terror desatado están ocurriendo en el entorno de las zonas de concentración guerrillera acordadas entre el gobierno colombiano y las FARC. Es evidente que el gobierno colombiano no cumple con lo pactado en La Habana, no está persiguiendo a los grupos paramilitares Autodefensas Gaitanistas, Urabeños, Rastrojos, Ejército Anti restitución de Tierras, Águilas Negras, etc.”. La presencia de dichos grupos en todo el territorio nacional fue denunciada con insistencia por las organizaciones sociales y sus ubicaciones precisas en amplias zonas fueron reportadas al gobierno colombiano por la 12 Delegación Asturiana.

Para el mes de noviembre la lista de agresiones reiteró la gravedad de la situación, las organizaciones de DD.HH. reportaron lo siguiente: el 29 de ese mes, asesinaron en Nariño a dos miembros de la Guardia Indígena del pueblo Awá, hermanos Alberto y Luciano Pascal García; el 28 de agosto asesinaron en el Cauca a Joel Meneses, Ariel Sotelo y Nereo Meneses integrantes del Comité de Integración del Macizo Colombiano -CIMA-; el 5 de septiembre asesinaron en Sucre-Cauca a Martha Pipicano, Libio Antonio Álvarez, Simón Álvarez Soscué, y Salvador Acosta. El 8 de septiembre fue asesinada Cecilia Coicué, lideresa indígena de Fensuagro-CUT; el 8 de septiembre en Barbosa, Antioquia, fue asesinada María Fabiola Jiménez, líder comunitaria; el 11 de septiembre asesinado Néstor Iván Martínez en San Juan del Cesar, líder del Congreso de los Pueblos; el 11 de septiembre durante una operación militar del Ejército Nacional fue asesinado Álvaro Rincón de la Federación Agrominera del Sur de Bolívar –Fedeagromisbol-, y la lista de agresiones impunes es mucho más larga.

Por su parte, el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo estableció como parte del informe 2018, que de los 164 líderes sociales y defensores de DD.HH. asesinados durante el año 2018, 153 personas eran hombres y 11 mujeres, en su mayoría dedicados a trabajos comunales 62, campesinos 26, comunitarios 22 e indígenas 21, entre otros.

La cifras redondas de estos crímenes desde el primero de enero de 2016 al 30 de noviembre del 2017 fue de 423 asesinados, siendo el 2018 en el que mayor número de homicidios se han cometido 164, luego el 2016 133 y el 2017, 126, según informó la Defensoría del Pueblo. Igualmente informaron que las regiones en donde hubo mayor ocurrencia de hechos fueron los departamentos del Cauca 30; Antioquia 24; Norte de Santander 18; Valle del Cauca 12; Nariño 11; Meta 10; Caquetá 9; Putumayo 9; Arauca 6; Chocó 6; Córdoba 5; de a dos casos en Bogotá, Bolívar, Caldas, Cesar, Huila, Magdalena, Quindío, Risaralda, Santander y Tolima. Y con un caso cada uno: Atlántico, Boyacá, Casanare y Vichada. Los municipios más críticos en relación a asesinatos son; Tumaco (Nariño) se dieron 6 casos. Cuatro hechos ocurrieron en Cáceres e Ituango (Antioquia); La Macarena (Meta); San José de Uré (Córdoba); Tarazá (Antioquia) y Tibú (Norte de Santander).

Mientras se espera que las autoridades paren la ola de violencia en contra de los sectores sociales, comunidades de paz y defensores de derechos humanos, organizaciones internacionales también se preguntan, qué está haciendo el Gobierno colombiano por desarticular las organizaciones paramilitares que se han venido reconfigurando en estos territorios y que hoy gozan de total impunidad, dejando a su paso terror entre las comunidades y un aumento en la desconfianza hacia el papel de las instituciones que abogan por la garantía de derechos en el país.