Leonardo da Vinci a 500 años de su muerte

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Nancy Morejón – Granma Cuba
@Granma_Digital

La legendaria aureola de Leonardo da Vinci alcanzó, a inicios del siglo, una sospechosa masividad a partir del éxito del libro de Dan Brown, El código Da Vinci. Mucho antes, su nombre estuvo casi siempre relacionado con la inaudita placidez de algunos rostros, particularmente el de la Gioconda, su pieza cumbre, que hasta llegó a motivar una página insustituible del cancionero estadounidense, interpretada por Nat King Cole, inspirada, a su vez, en un tema compuesto por un anónimo músico originario de Holguín durante la primera mitad del siglo XX.

A principios de los 60, ya siendo alumna de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, me di a la tarea de concebir una exposición oral sobre la geografía y la significación de los castillos del Loira, un ejercicio comandado por la doctora Graziella Pogolotti. Mis desvelos me ayudaron a conseguir la atención de un alumnado que observó no solo la grandeza de aquellos famosos castillos, sino del arte y la literatura que incubaron algunos de sus moradores, como Margarita de Navarra y su hermano el rey Francisco I, albaceas, entre otros, del primer pintor, arquitecto e ingeniero del reino.

En semejante latitud resplandecía la obra de Leonardo da Vinci, quien pasara los últimos años de su vida (1516-1519) retirado en el Castillo de Clos Lucé, en Amboise, un pueblo de la provincia francesa de Vendôme adonde tuve la suerte de llegar gracias a la gentileza de mi anfitrión, el fotógrafo Jacques Burlaud. Una mañana de viento frío, con una luz de clara intensidad que contrastaba con aquella agradable frialdad –como decimos en el trópico–, nunca abandonó sus cercanas colinas.

Entramos a unos fulgores indescriptibles que emanaban, con fuerza, de cuanto rincón sirvió de amparo al genio renacentista. Infinidad de bocetos, dibujos, cerámicas no pudieron quitar peso al inaudito conjunto de diversos instrumentos, de invenciones que se muestran en aposentos dedicados a recoger la inventiva tecnológica de Da Vinci.

Da Vinci fue un inventor inefable que inauguró lenguajes científicos los cuales, en la historia de la ingeniería, colocan su nombre junto a los más sobresalientes sabios, salidos de los confines medievales. Quiso volar y nos enseñó cómo hacerlo y, aun así, su inmenso don inventivo no logró salvar la importante esencia de la condición humana y, ese don, llegó a concebir y realizar armamentos de gran eficacia, cuyas posibilidades no estuvieron de espaldas al hecho de matar seres humanos.

Si reflexionáramos sobre una verdad, esta verdad, su verdad, reconoceríamos un hecho pavoroso. Las manos que gestaron tan descomunal belleza, como signo de su época, en su energía más reveladora, en su propio entorno doméstico, fueron capaces de engendrar la violencia que acarrearía la destrucción de campesinos, orfebres y pueblos ya olvidados. Su instinto natural por la observación se expresa en logros a favor de la industria que, bajo su influjo, cambiaría irreversiblemente.

Unos colegiales entraron boquiabiertos a los recintos más íntimos de Leonardo. Sus ojos, sin embargo –atentos a la oferta del excelente guía a su servicio–, se alzaban con asombro ante los utensilios de una cocina rústica, maternal, abierta al goce de los sentidos y el disfrute de los placeres gastronómicos.

Contemplando las frugales aguas del arroyuelo L´Amasse, un mediodía de marzo, salimos conmovidos, esperando el atardecer y tratando de descifrar el talento de alguien que disfrutó la naturaleza, convirtiéndola en expresión cotidiana, mientras la fue armando de todo tipo de objetos tales como el primer automóvil, un puente giratorio, un helicóptero y un precursor paracaídas. El mundo se apresta a celebrar a lo largo de 2019 la obra y la existencia, excepcionales, de Leonardo da Vinci, quien aunque nacido en una zona de Florencia que inspira su apellido, no murió en Italia, sino en la pequeña comarca francesa de Amboise.